Qué ven los cuadros cuando nos miran

Mientras Sevilla celebra a Murillo, uno de los pintores más ‘rapiñados’ de la historia, llega a las librerías ‘Robos, expolios y otras anécdotas del arte viajero’, un ensayo con corazón de novela

15 nov 2017 / 14:40 h - Actualizado: 16 nov 2017 / 09:15 h.
"Arte"
  • Exposición de pintura celebrada en 2002 en Sevilla con obras de Murillo, Velázquez y Zurbarán cedidas por el Museo del Hermitage de San Petersburgo, Rusia. / Antonio Acedo
    Exposición de pintura celebrada en 2002 en Sevilla con obras de Murillo, Velázquez y Zurbarán cedidas por el Museo del Hermitage de San Petersburgo, Rusia. / Antonio Acedo
  • La Virgen del retablo de Van Eyck.
    La Virgen del retablo de Van Eyck.
  • El retrato de Wellington, de Goya.
    El retrato de Wellington, de Goya.
  • Fragmento del ‘San Gil’ de Murillo.
    Fragmento del ‘San Gil’ de Murillo.

«En un telediario de septiembre de 2016», cuenta Federico García Serrano, «escuché una noticia sobre la subasta de las cenizas del escritor Truman Capote para coleccionistas no menos macabros que el que, según noticia de la agencia Reuters, adquirió por 87.000 dólares el ataúd en madera de pino del presunto asesino del presidente Kennedy, Lee Harvey Oswald, cuyo cadáver fue exhumado en 1981. Entre muchos mitómanos contemporáneos, cualquier objeto relacionado con un famoso es codiciado y alcanza cifras espectaculares en las subastas: se cuenta que se pagaron 27.000 dólares por un diente de John Lennon o 25.000 por una piedra renal extraída al actor William Shatner, el capitán Kirk de la serie Star Trek». Este estupor del profesor universitario y escritor forma parte de la perplejidad imperante en el libro Robos, expolios y otras anécdotas del arte viajero, un libro de su autoría publicado por Larousse donde cuenta con la precisión del ensayo pero con novelesco suspense algunos de los más llamativos martirios, exilios, secuestros y episodios inverosímiles sufridos por las grandes obras de arte a lo largo del tiempo, dentro de esa pandemia de codicia reflejada en las líneas anteriores que relacionan la posesión de lo sagrado (un cuadro, un pelo de su autor) con alguna inefable forma de poder. La mismísima Sevilla se rinde en estos meses al recuerdo de su pintor Murillo, uno de los pintores más desvalijados de todos los tiempos por obra y gracia del expolio napoleónico.

Cuando una persona contempla un cuadro excepcional, un objeto valioso y único exhibido en una vitrina, una famosa escultura descontextualizada y puesta en un museo para común admiración, la sensación que tiene es la de estar ante un pedacito de tiempo congelado y servido en una bandeja. Pero rara vez se pregunta –y he aquí la gracia del libro– qué podrían contar ese cuadro, esa joya y esa escultura si hablasen. En cierto modo, Robos, expolios y otras anécdotas del arte viajero es la respuesta a esa pregunta: qué ven las grandes obras de arte de la historia cuando nos miran. «Este libro», indica Federico García Serrano, «es fruto del estudio y la recopilación de historias, anécdotas y, en general, trabajos documentados sobre los avatares vividos por diversas obras artísticas que han tenido unos singulares viajes por el tiempo. Es un libro tanto de divulgación como de reflexión y de recreación literaria, una aproximación alternativa a la del trabajo académico, que repasa hechos históricos con una mirada poco habitual, que no parte del análisis de las obras en sí mismas sino de la observación de los contextos y las circunstancias que las rodean. Es como un juego: darle la vuelta a la mirada para observar al que mira, para mostrar el contracampo, el contraplano: los paisajes, los personajes, las escenas que se desarrollan ante las obras de arte en sus muchas veces errático deambular por la historia».

Compras, ventas, robos, encargos, copias... Hay muchas razones, como explica el libro, que han hecho del arte el mayor de todos los viajeros de la historia. Estaban aquellos pintores que acudían a las cortes y los que se iban a aprender o a intentar despuntar a las buhardillas parisinas o los lofts neoyorquinos; también aquellos deslumbrantes gabinetes de curiosidades o cuartos de maravillas con los que la gente bien deslumbraba al prójimo en sus casas a partir del Renacimiento. Y qué decir de los expolios napoleónico y nazi –entre otros, como se ve si uno va al Louvre o al British Museum, por ejemplo–, el Romanticismo como la etapa de mayor exaltación del espíritu viajero de los artistas con sus libros de viajes y sus expediciones artísticas, el mercado internacional del arte... A España vinieron Victor Hugo, Chateaubriand, Washington Irving, Prosper Merimée, Richard Ford, George Sand, Théophile Gautier, Alejandro Dumas. Y por si fuera poco, se produjo el nacimiento de los grandes museos nacionales, el auge de la arqueología, el coleccionismo de talonario ilimitado...

Como explica el autor, las causas más relevantes de los viajes en el arte son «los intercambios, las transacciones, los expolios, la rapiña y también los procesos de formación de los grandes museos y las grandes colecciones, que han dinamizado el mercado del arte y han determinado que los objetos artísticos hayan adquirido un incalculable valor material como símbolos de prestigio, poder y posición social». A partir de ahí, «detrás de cada obra de arte hay centenares de historias dignas de ser contadas». «Soy consciente de que podrían escribirse cientos de libros como este y el universo siempre quedaría incompleto».

«Ningún artista del futuro tampoco será capaz de prever a qué manos irán a parar sus obras, quiénes las contemplarán, quiénes se servirán de ellas ni cuáles serán las insospechables interpretaciones de sus significados», conjetura el profesor. «Por tanto, si algo define al arte, además de su capacidad para permanecer en el tiempo, retándonos al ejercicio eterno de comprender, es su enorme entropía y el carácter ambiguo, impreciso, mutable de sus mensajes. Eso que hemos dado en llamar misterio, que comparten por igual un ánfora, un sarcófago egipcio, una estatuilla etrusca, un exvoto fenicio, una Haniwa japonesa, una pintura del Bosco, una fotografía de Man Ray o una pintada callejera de Banksy. Forma parte de su naturaleza. El arte, pues, se define también a través del misterio».

El Arca, el Grial y el retablo perdido

Lo del retablo de la Adoración del Cordero Místico de Van Eyck hecho para la catedral de San Bavón de Gante (Bélgica) es de película. En 1432, lo desmontaron y escondieron en el ayuntamiento «para ponerlo a salvo de los ataques iconoclastas», cuenta el autor del libro. Pero eso no fue nada. Fue botín de guerra de las tropas napoleónicas y, tras incontables vicisitudes y volver a Gante, uno de sus paneles fue robado en la noche del 11 de abril de 1934 de la capilla Vrij. Tras una serie de cartas de los ladrones pidiendo recompensa, «los hechos dieron un giro espectacular propio de una novela de misterio: antes de morir, un agente de bolsa de nombre Arsène Goedertier declaraba ante su abogado que solo él conocía el paradero del panel robado, escondido, dijo, en un sitio en el que no yo mismo podría retirarlo sin llamar la atención». Nunca se encontró y su lugar lo ocupó una copia fiel de Jan Van der Veken, que se instaló junto al resto del retablo en 1945.

«Pero para esa fecha la novelesca historia del retablo había vivido su más importante capítulo», dice el profesor. «El retablo ya había sido objeto de la codicia de Adolf Hitler, quien lo buscó obsesivamente». «Creía el Führer que la Adoración del Cordero Místico escondía los secretos para encontrar el Santo Grial y el Arca de la Alianza, que, según la leyenda, le darían poderes ocultos. Su ministro de propaganda, Goebbels, lo buscó sin resultado en Gante, pero alguien se le había adelantado... El general Goering, que rivalizó con Hitler en el saqueo de obras de arte, encontró la obra en un castillo del sur de Francia y se lo llevó a París, donde se perdió el rastro hasta el final de la guerra, alimentando el misterio». La búsqueda «condujo hasta el alijo escondido en una mina de sal abandonada en los Alpes austriacos, la mina de Altaussee. Allí pudo recuperarse el retablo, junto con otros miles de piezas del botín de guerra más importante jamás reunido».

Y todo, por ver la tele

La idea la tuvo su padre, Kempton Bunton, un conductor de autobús retirado por su miopía, que lo contó en casa como el plan imaginario de un golpe perfecto a lo Misión Imposible. Pero él, el joven John, se lo tomó en serio y a sus 16 años, siguiendo el plan fantasioso, trepó una noche al andamio que unos obreros había colocado en la trasera de la National Gallery de Londres, se coló por la ventana del servicio de caballeros (que él había dejado abierta horas antes) y sin encontrarse siquiera a una limpiadora de la que escabullirse, tan campante, se llevó el retrato de Wellington pintado por Goya. Al birlador y a su familia les indignaba que se despilfarrara el dinero público en caprichos artísticos cuando al patriarca de la casa no le llegaba la pensión ni para pagar el impuesto que exigía el gobierno británico por ver la BBC. «El joven John Bunton sintió que estaba perpetrando un acto de justicia, como Robin Hood y demás bandoleros que roban a los ricos para atender a los pobres, pues también debían gozar del derecho a ver ese invento extraordinario: la televisión», escribe García.

El padre alucinó. Y el hijo todavía más cuando al día siguiente vio el alcance que había tenido el suceso, del que se hablaba ya como el robo del siglo y se atribuía a los más perspicaces y experimentados ladrones de arte. En una nota enviada diez días después al Sunday Telegraph, los ladrones pedían las 140.000 libras pagadas por el cuadro con idea de crear «una organización benéfica para comprar licencias de televisión para las personas mayores y pobres que sufren el abandono de la sociedad de la abundancia». Con el tiempo, el padre devolvió el cuadro y se declaró culpable. Cuando cuatro años después el hijo confesó, no lo pudieron procesar porque ya existía una condena por ese delito: la de Kempton Bunton.

‘Debilidad’ por Murillo

El expolio napoleónico de arte español fue catastrófico. Recoge el libro que el barón francés Mathieu de Faviers sentía debilidad por los Murillos, «siendo responsable del inicio de la peripecia de algunos de los más viajeros cuadros del pintor sevillano, como los robados del monasterio de San Francisco de Sevilla, el San Gil ante Gregorio IX, que pasó todo el siglo XIX en París, en manos de diferentes coleccionistas, entre ellos el banquero español Alejandro Aguado, para acabar en el North Carolina Museum de Raleigh, y el San Diego de Alcalá, que volvió a España a manos de coleccionistas privados para cruzar el charco a finales del XIX, en diversas colecciones antes de llegar a su destino en la colección Rohl de Caracas».

Prosigue García Serrano comentando que El triunfo de la Iglesia, pintado para la de Santa_María la Blanca, lo llevó Faviers a Francia y acabó en Londres. «El San Antonio de Padua y el Niño Jesús, sustraído del convento de San Pedro de Alcántara, fue otro de los cuadros destruidos en el incendio del Kaiser-Friedrich Museum de Berlín el 5 de mayo de 1945 También a Faviers se debe la salida de España de La muerte de Santa Clara, pintada para las clarisas de Carmona, comprada a Faviers por Aguado, que más tarde fue del marqués de Salamanca, pasando después a la colección Dudley, en Londres, y hoy en la Galería de Dresde». En fin, que el arte español, en tiempos de Napoleón, fue objeto de saqueo de todos aquellos rapiñadores franceses: el mariscal Soult y los generales Sebastiani, Calaincourt, Eblé, Belliard, Dessolle «y muchos otros que, aprovechando la misión, nutrieron sus propios equipajes».