Félicette, mon amour

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10 nov 2017 / 23:41 h - Actualizado: 10 nov 2017 / 23:27 h.

Los franceses quieren ponerle una estatua a Félicette. Félicette fue una gata callejera a la que trincaron por el bien de la humanidad el 18 de octubre de 1963 para meterla en un cohete, prender la mecha y tenerla dando vueltas alrededor del planeta en estado de ingravidez, situación enojosa doquiera que las haya. Cuando no sometida a una aceleración de 9.5 G, que, para quien haya tenido la fortuna de no sufrirla nunca, equivale más de tres veces a la de un estornudo. Cuentan que la pobre y muy zarandeada Félicette volvió a la Tierra sana y salva dentro de una cápsula que cayó lentamente gracias a su paracaídas, lo cual fue todo un detalle porque los astrónomos que controlaban el asunto, ya puestos, bien podrían haber rematado la faena estampando a la pobre gata contra los Campos Elíseos en nombre de la ciencia. Aun así, cabe sospechar que la pobre muchacha perdió por el camino seis de sus siete vidas y quizá también un par de colmillos, con lo que a partir de entonces solo pudo zamparse el bacalao desmigado del Mercadona. Y con esta historia se ilustra una vez más el principio inspirador fundamental del comportamiento humano, que consiste en putearte primero y homenajearte después. El mejor premio para un gato callejero es que le caigan de un balcón unas raspas de sardina, ignorante de lo mucho que tiene que agradecerle la carrera espacial francesa a quien se deja apretujar en condiciones variables de altitud y aceleración. Pero claro, los gatos, ¿qué saben de eso? Esos idiotas que solo saben ser felices hasta la muerte, ¿cómo van a valorar el asombro de asomarse a mundos infinitos con la esperanza de alcanzarlos? Por eso hay que ponerle una estatua a Félicette. Como si la Luna, al contraluz, no les pusiera una cada noche a todos los gatos por los servicios prestados.