Ni concierto ni comedia ni monólogo, sino todo lo contrario. Es lo que nos propone Alex O’Dogherty con este espectáculo, una suerte de concierto ilustrado, donde tanto la música como los monólogos recorren una variada gama de registros sin un orden aparente.Fiel a su condición de artista inquieto y versátil donde los haya, Alex se permite el lujo de dar rienda suelta a su imaginación, de ahí el título, junto al grupo musical La Bizarrería, que se convierte en cómplice de esta especie de locura, aunque habría que matizar que se trata de una locura controlada, ya que a pesar de su aparente desorden responde a una estructura bastante equilibrada. Así, podemos dividir el concierto en dos partes claramente diferenciadas. En la primera Alex se presenta a sí mismo y no duda en definirse como un imbécil . Es el apelativo que da título a su primera canción, un tema con el que el artista consigue desbaratar nuestros mecanismos de defensa gracias al humor que desprende, que tiene mucho de eso que los andaluces conocemos como guasa gaditana . No en vano, a pesar de su genealogía (que se remonta a Irlanda) Alex es gaditano por los cuatro costados, y desde luego en esta primera parte nos demuestra su dominio de esa mezcla de ingenio y guasa que caracteriza el humor de su tierra, alcanzando momentos absolutamente delirantes que llegan su culmen cuando sube a escena Práxedes Nieto, con quien interpreta al piano un tema que no da tregua a la carcajada.Hasta ahí O’Dogherty había centrado el espectáculo en reírse de sí mismo y de paso meter alguna que otra puyita a los críticos (a los que se da el gusto de asesinar simbólicamente) y a la política cultural de nuestros gobernantes, con temas como Esta canción es una mierda, Mi energía es mía (con la que rinde su particular homenaje al flamenco) o Una canción muy bonita, que le sirve como excusa para demostrarnos que existen un sinfín de canciones de éxito compuestas con sólo tres acordes, y para refrendarlo nos brinda un popurrí tan delicioso como divertido. Pero tras el número con el entrañable payaso de Síndrome Clown O’Dogherty, quien para entonces se había definido ya como un auténtico hombre orquesta capaz de tocar instrumentos tan diferentes como el piano o el ukelele, decide sumergirse de lleno en su experiencia amorosa, y acordeón en mano invoca a la magia del teatro con una especie de rap que nos muestra su lado más tierno y romántico. Por desgracia ese giro baja el clímax del espectáculo. A partir de ahí, la música toma el protagonismo y la carcajada se difumina, quizás porque las letras no se oyen bien o tal vez por la escasez de interacción del artista con su público, que a poco que se lo hubieran propuesto habría acabado bailando sin inhibiciones.