Opinión | Tribuna
Andalucía desde las tripas

Una manifestación el Día de Andalucía. / EFE
El último día de clases antes del puente de Andalucía llegaron dos nuevos alumnos a un instituto del polígono norte de Sevilla. Refugiados palestinos. Uno de ellos con metralla en una pierna. Después de hincharse de pan con aceite, los chavales escucharon el himno que cantaban sus compañeros bajo una bandera blanquiverde. Un monitor les iba traduciendo la letra. De pronto se pudieron a aplaudir y dar gritos de ánimo. Cuando un profesor les preguntó por ese entusiasmo súbito, le contestaron: “pedís tierra y libertad, como nosotros”.
Pocas cosas nos pueden hacer sentir tan orgullosos. Andalucía es un símbolo frente a las injusticias. Lo ha sido siempre. La bandera andaluza no está hecha para decorar un despacho, sino para encabezar la lucha de los andaluces y las andaluzas por un mundo mejor. En ese sentido, el andalucismo es el nacionalismo menos nacionalista que existe.
Los nacionalistas suelen tener algo de arrogante y de desprecio por el resto. Lo que une a los independentistas catalanes y a los patriotas de la pulsera con la bandera española es la forma en que unos y otros están convencidos de que su país es mejor que los demás. El andalucismo no va de eso. El buenazo de Blas Infante escribió que su nacionalismo antes que andaluz era humano. El andalucismo no se basa en creer que esta tierra sea la mejor, la más bonita o la más valiosa. Es simplemente la que nos ha tocado al nacer.
Cualquiera diría que a los muchachos repeinados con la ropa llena de banderas rojigualdas que pululan por nuestras calles alguien les preguntó, en el útero aún, donde querían que los parieran. Y ellos, por lo visto, dijeron que en España (con el acento en la pe), que es lo más grande del mundo. Los andaluces que nos sentimos como tales, en cambio, no hemos elegido nacer aquí. Nos ha tocado y simplemente somos conscientes de que los límites geográficos y culturales de Andalucía delimitan el espacio que nos marca la vida entera. Inevitablemente. Amamos nuestra tierra desde las tripas, como se ama a una madre. Sin poder elegir.
Andalucía es mucho más que un paisaje. Los olivares sin fin que llenan las colinas hasta donde se pierde la vista; los naranjales que llenan las vegas del río; las sierras pedregosas; las marismas salpicadas por los montes blancos de las salinas… esos campos a los nos emociona volver en cuanto pasamos un tiempo lejos son sólo el decorado de algo mucho mayor.
No tengo ninguna duda de que es más fácil sentirse andaluz o andaluza que ninguna otra cosa. De Huelva a Almería nos une una historia común, una forma de hablar cargada de variantes y, sobre todo, una cultura compartida en la que crecemos como personas. Nos une también algo más importante aunque quizás más difícil de reconocer: la miseria y las ganas de rebelarnos frente a ella.
Respecto a la cultura y la forma de ser, vivimos en lucha constante contra los tópicos que nos caricaturizan. A veces incluso nos conquistan.
Hace años se hizo famosa, sobre todo en Sevilla, una pareja de humoristas conocida como Los Compadres. La clave de su éxito era su capacidad para imitar con ironía las ridículas expresiones y maneras de los tipos más añejos de la ciudad. Esa crítica inteligente y afilada nos conquistó, pero lo que nadie se imaginaba es que con el tiempo se iba a poner de moda ser como ellos. De pronto, miles de sevillanos han decidido disfrazarse de su propia caricatura. Salen por tabernas de mojama y bacalao y hablan con acento forzado sin sentido alguno del ridículo. Del mismo modo muchos andaluces se creen los tópicos de nuestra tierra. Muchos de nuestros vecinos están convencidos de que somos graciosos; que trabajamos poco porque preferimos dormir la siesta; que pasamos el día cantando y besando estampitas religiosas; que todos ceceamos. Se han tragado que para llenar de sentido su vida basta con sentar cátedra sobre los carnavales, darse golpes de pecho en semana santa y vivir la feria disfrazados de señoritos. De tan españoles, han terminado por integrarse en la imagen falsa y corta de miras que los más ignorantes del resto del país inventaron sobre nosotros. Son los acangrejaos, que andan para atrás. Pero -- no definen nuestra tierra.
Porque, también hay cada vez más gente ilusionada que se siente andaluza por encima de todo. Con humildad y sin golpes de pecho. Con una conciencia de pueblo que comparten el andalucismo que muere y ese otro que comienza. Ese nuevo impulso son las generaciones del mollete con aceite, convertido en símbolo -más que en auténtico desayuno- andaluz. Quienes aprendieron a tocar el himno con la flauta del colegio y creen que el mejor villancico es el de la navidad en Canal Sur redescubren nuestra tierra como dicha frente a cualquier mal.
Hay un fuerte orgullo andalucista en los jóvenes que tunean camisetas con la cara de Lola Flores y los que escriben pintadas en andaluh. Los tiempos están cambiando y nuestra tierra también. No han desaparecido los jornaleros y jornaleras, ni la gente ha dejado de tener que emigrar. Pero los jóvenes que viven en la precariedad sin acceso a la vivienda, lo mismo que las mujeres amenazadas y que no terminan de ser tratadas como iguales, tienen otros referentes vitales y culturales. Incluso, en un mundo tan hiperconectado y en el que todo tiende a la unificación, los andaluces tenemos nuevos espacios comunes. Los carnavales ya no son de Cádiz, y hasta en Jaén brotan chirigotas inspiradas en sus tipos. ¿Son Califato 3x4 los nuevos Carlos Cano? Pues quizás una mesa de mezclas y la adaptación de una marcha cofrade representan mejor a la Andalucía de ahora que las coplas de ese granaíno genial. Pero la idea de fondo no ha cambiado tanto. Porque el sentimiento andaluz es siempre reivindicativo.
Andalucía es notar el roce de los volantes de un traje al bailar en una feria, el olor de los patios de Córdoba y el sabor de los espetos en Málaga. Pero también es poner el cuerpo para proteger a una familia que van a desahuciar de su casa de toda la vida. No hay lo uno sin otro. No hay orgullo sin pelea. Un pueblo se construye con la suficiencia de ser lo que somos, pero también con el desafío rabioso a quienes no nos dejan progresar.
Hace unos meses saltaba la noticia de que Andalucía es la región más empobrecida de toda la Unión Europea. El titular duró un día y a nadie le llamó la atención. Y ya no se ven banderas andaluzas en los balcones el día de Andalucía, pero si no tienes un vecino pesado con la bandera de España todo el año en la terraza, es que seguramente el vecino eres tú. Y está muy bien que haya quien necesite que el mundo entero se entere de lo orgulloso que estás de ser español. Pero parece que los de la banderita no se han enterado de que seremos muy españoles, pero de segunda.
Casi el cuarenta por ciento de los andaluces y andaluzas están en situación de riesgo pobreza, mientras que la media en España roza “solo” el veinticinco. En pobreza real estamos en el 30, y el resto del país en el 20. En pobreza severa el 13, frente al 8. Las cifras son brutales. De los 30 pueblos más pobres de España, 24 están en Andalucía. Tenemos siete puntos más de paro. Estamos a la cola en abandono escolar temprano, lejísimos aún del objetivo europeo. Cuarenta años de autogobierno no han servido para reducir la brecha entre Andalucía y el resto de España. Seguramente porque todos nuestros gobiernos se han dedicado más a sus peleas estatales que a crear una Andalucía autónoma y fuerte. La subalternidad parece ser nuestro sino.
Pero la gente no somos los gobiernos. Y el sentimiento andaluz sigue siendo una forma de afrontar los problemas con alegría pero también con determinación. Andalucía es, sobre todo, esperanza.
Tengo en casa la bandera que mis padres llevaron a la manifestación de 4 de diciembre de 1977. El verde es oscuro, casi oliva. Y, por supuesto, no lleva ningún escudo en la franja blanca. Es una bandera andaluza de las antiguas. De las que los albañiles ponían en lo más alto de cualquier obra y de las que llevaban al hombro los jornaleros al ocupar las fincas. Andalucía ha cambiado, pero la verde y blanca sigue quitando penas, quitando hambre. Y por eso voy a ponerla en el balcón. Para no olvidar lo que somos ni lo que somos capaces de ser.
Viva Andalucía Libre.
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