Opinión | Azul Machado
Carmela

La nota y la rosa en la puerta de la iglesia de Santa Genoveva. / HDAD. SANTA GENOVEVA
Carmela se marchó llevándose al cielo un puchero con su pringá, según le pidió su hija por escrito en aquella nota que dejó pegada en la puerta de la iglesia de Santa Genoveva junto a una rosa. También le pedía que no se soltase nunca de su mano. Aquella madre, amiga, hermana, abuela y compañera que lo fue todo, la recordarán cada Lunes Santo en la estela que dejará tras el paso de su Cautivo, cuando camine con todo un barrio detrás.
Carmela hace el puchero como lo hacen todas las Carmelas de todas las casas donde reside la verdadera hermandad, la de la vecindad, la de quien no tiene y da, la de quien recibe y agradece y lade quien agradece y da y así, sucesivamente. Fundir la fe y la generosidad del amor al prójimo con el puchero es como fundir la cera que puede teñir de morado la bola de la niña que sabe que ese nazareno es de los que no da, porque no se inmuta, con el bacalao con tomate de las calles del Polígono de San Pablo, barrio de barrios, que dirían con conocimiento de causa aquellos cuatro cantores, inundadas los siete días por capirotes morados, verdes, blancos o azules saliendo de los portales.
La vecindad de barrio sabe de fe, de hermandad y de puchero con pringá, porque las Carmelas que quedan, que estuvieron y vendrán, cosen los escudos de las capas en el sitio exacto, los botones, echan el dobladillo de las túnicas y alargan las mangas hasta el último extremo, el año que viene habrá que hacerle al niño otra túnica nueva y ésta, para el hermano. Por sus ventanas se oye la sinfonía urbana de la olla exprés, donde los garbanzos se cuecen y el traje negro cuelga, perfectamente planchado, del cuadro de comunión cuya alcayata aguanta el paso del tiempo como nadie.
El perol de espinacas se quedará vacío, como la casa, después de que los nazarenos hayan salido como un reguero de capas blancas buscando la calle Oriente, como ocurrió, ocurre y ocurrirá. Luego llegará el Tremendo, nada más que Pilatos asome dejando Santiago atrás, para que el recuerdo llegue puntual a su cita con tantos vecinos de la Calzá y el nazareno se salga de la fila para jugar con la varita por el callejón de la la calle San Felipe, sentarse en todos los poyetes y arrastrar el cíngulo. Carmela lleva la bolsa con las botellas de agua, los bocadillos, las estampitas y los caramelos de repuesto, sabe que esa es otra estación de penitencia, la de cumplir con el rito y la regla, la del sentimiento de pertenencia, la de la tradición.
Las hebillas de plata de los zapatos de aquel nazareno de capirote morado llevan el sacrificio y el esfuerzo de otra Carmela que se las compró para que siempre tuviese un recuerdo de ella, como si hiciese falta recordarla en unas hebillas. Las torrijas están listas desde el Viernes de Dolores, cogelas de abajo primero, para eso Carmela encarga el pan y busca la mejor miel y la casa huele agloria, a la de la de verdad, y se prepara el cuarto con las túnicas colgadas de la lámpara o del altillo, como un altar de insignias.
La canela vuelve cada madrugá, poco antes de que salga el Gran Poder mezclada con limón, azúcar,arroz, leche y silencio. Después vendrán el ruan y el cíngulo sobre la silla, el hombro dolorido y la mañana más hermosa, entre la algarabía y la bruma del aceite de los calentitos que se fundirá con elincienso que anuncia que todo está consumado.
Por la calle ancha de San Bernardo, por Triana, por Pino Montano, el Polígono o por el Tiro de Línea la cofradía va por dentro, la del recuerdo, la de la pertenencia, cuando por cualquiera de sus balcones se asome el olor a espinacas, a bacalao con tomate o a puchero para recordarnos que cualquiera de nuestras Carmelas siempre estarán ahí, presentes, sin soltarse de nuestra mano.
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