Saltar al contenido principalSaltar al pie de página

Opinión | LE FUMOIR

Grand Tour

Una playa en Sicilia.

Una playa en Sicilia. / SHUTTERSTOCK

Desde el S.XVIII hasta la Primera Guerra Mundial, generaciones de jóvenes europeos ilustrados -especialmente anglosajones- hicieron el llamado Grand Tour, un viaje iniciático, un Erasmus con solera, a Grecia e Italia. Se hablaba entonces de "la ley de Goethe" -que también lo hizo- para describir ese impulso físico irrefrenable por huir de la tristeza del norte de Europa y lanzarse hacia el Mediterráneo y su luz sin dilación ni mesura. Varios de entre ellos, como bien explica María Belmonte en su maravilloso "Peregrinos de la belleza" (Ed.Acantilado) no pudieron, desde ese peregrinaje a los sitios de la Antigüedad, concebir la vida sin esa fuga emocional. Eran diletantes, viajeros, elegantes, infinitamente leídos, alcohólicos muchos, homosexuales casi todos, mujeriegos algunos, pero, sobre todo, audaces. Audaces por lograr salir de la cárcel existencial en la que se hallaban y querer viajar hacia el pasado, una Arcadia mental. La psicología todavía no ha dilucidado si huir de uno mismo es buena o mala decisión. Si es valentía o cobardía. El homo viator que habitaba en ellos escapaba de su circunstancia para comenzar a vivir, pues lo anterior sólo había sido mera existencia. Aunque perseguían la belleza, no les guiaba un afán hedonista, sino un espíritu de aventura que evocara a los clásicos que habían estudiado en Oxford y Cambridge. Con el tiempo, ese elenco de escritores -desde Byron a Goethe pasando por Leigh Fermor o Lawrence Durrell- se ampliaría a otros con idéntico espíritu, a otras latitudes: Waugh en Abisinia, Thesiger en Arabia, Bowles en Marruecos… Todos son hoy clásicos más o menos modernos. Cuando uno conecta con el alma de un país de ese modo trascendental, es que hay algo más profundo, psíquico, que nos interpela. Quizá son resabios de una vida pasada que todavía resuenan en nuestro ser. Escribo desde un rincón de Sicilia todavía no corrupto por la metástasis del turismo de masas. Muchos viajes después, sigo sin saber qué es lo que tanto me gusta de Italia, de dónde viene lo que aquí llaman “il fascino”. Aunque nací en el Mediterráneo, soy un impostor: no soy hablador, ni especialmente sociable, ni simpático, ni desaforado, ni sentimental, ni melómano. Con esos aperos uno labraría mejor su vida, pues añaden intensidad y sentimiento, más color y menos grisura. Por eso Italia se manifiesta en mí como una proyección vital, un lugar donde redimirme, aunque no funcionen los autobuses ni la recogida de basuras. Ni falta que hacen. Por algo Goethe dejó Weimar por Nápoles. No tendría ningún sentido haber creado la Capilla Palatina de Palermo o el conjunto de Siena, el Panteón de Roma o la Cartuja de San Martín si no se buscara exaltar la vida. Cuando uno pisa estos lares, algo se desbloquea en su alma, y se siente impelido a convertirse en la mejor versión de sí mismo. Esa epifanía es total, y aligera el carácter sólo con oír la música de su lengua. Italia es una pastilla de éxtasis, un estado de ánimo en el que el placer y el espíritu nunca están reñidos, un lugar donde se viste bien y se dan los buenos días con sinceridad y no como trámite. En Italia hasta apetece ir a Misa, pues la belleza nos acerca a Dios y su Iglesia no es severa y admonitoria como la de España, sino flexible y piadosa como lo son los italianos. Italia es, en el fondo, un centro de rehabilitación civilizacional y lo más cerca que uno puede estar de la felicidad geográfica. Me contaba estos días una gran señora del periodismo italiano que, tras un accidente, vio como su dedo índice quedaba amputado. Aterrorizada pero lúcida, mientras sostenía su dedo exento a modo de reliquia, auguraba cómo podía ser el penoso trámite de reconstitución de su mano en un hospital siciliano en pleno agosto. Apeló entonces al alma italiana y dijo, desenvuelta y mendaz, que era la primera pianista de la Scala de Milán. Ante lo inconcebible de ver su patrimonio artístico mermado, los médicos hicieron una cirugía de urgencia en espiral, como las columnas del baldaquino de San Pedro, una virguería que vinieron a estudiar desde Japón. El director del hospital movió Roma con Santiago para ampliarle la habitación y traerle un piano para que se sintiera en casa. No faltaron flores y elogios durante toda la convalecencia. Pues, ¿quién quiere autobuses en hora cuando se tiene lo que de verdad importa?

Tracking Pixel Contents