Opinión | TOROS
Un puro con Morante
Con el torero de La Puebla se comprende que el miedo no se vence, se doma, que la belleza, cuando aparece, no dura, pero deja huella en la memoria del tiempo

El diestro Morante de la Puebla en la lidia de su primer de la tarde en el festejo taurino en Las Ventas. / Borja Sánchez-Trillo / EFE
Hay tardes en que el sol cae sobre la plaza con furia dorada. El aire se espesa, los poros arden y el albero parece derretirse bajo el peso de la luz. Las manos se hacen visera, los párpados vacilan ante el resplandor, y en ese instante detenido, cuando el calor y el silencio se confunden, una figura se recorta contra las viejas tablas del callejón.
Un hombre de patillas, silueta curva y alma antigua saca un mechero y enciende un puro. No mira al ruedo. Da la espalda al coso, sentado en la madera gastada. Con cada calada parece rumiar lo que hace un instante le rozó la piel: quinientos kilos de fuerza, de miedo y de hermosura. La llama prende, y el humo asciende despacio, zigzagueante, altivo, como un trazo que se dibuja en el aire.
Morante de la Puebla fuma con la misma naturalidad con que torea: sin artificio, con una elegancia imposible de imitar porque brota del alma. Cada bocanada suspende el vértigo de lo moderno y abre un paréntesis donde el tiempo se repliega. Quizá por eso conmueve: en él sobrevive una forma de estar en el mundo que ya casi nadie cultiva. La serenidad de quien sabe que el arte no es velocidad, sino hondura; no ruido, sino silencio.
No es solo el traje —con esos bolsillos románticos salidos de una fotografía sepia—, ni las amplias hombreras o la extensa montera que impone su sombra. Es su figura entera la que mira hacia atrás, hacia una edad perdida donde el gesto tenía peso y la espera, sentido. En un tiempo que idolatra lo fugaz y lo digital, Morante encarna la lentitud, la imperfección, lo profundamente humano: aquello que aún necesita aire para respirar, como su puro.
Emblema de la contracorriente
Ahí reside la paradoja. En pleno siglo XXI, un hombre que fuma apoyado en un burladero y viste como un torero antiguo se ha convertido —sin proponérselo— en emblema de la contracorriente. Lo que fue costumbre hoy es subversión. Lo clásico se vuelve vanguardia; lo antiguo, bandera de lo alternativo. Quizá por eso los jóvenes lo estampan en sus camisetas: su silueta arqueada, el puro en la mano, la melancolía. No veneran al torero, sino al icono.
Hay en todo ello un hilo invisible que atraviesa siglos. Algo ancestral, casi mitológico, que remite al hombre que se enfrenta a la bestia sabiendo que puede perder. Es el eco de Creta, del laberinto donde el Minotauro aguarda. Morante, como Teseo, entra sabiendo que el miedo no se vence: se doma. Ese acto —tan simple, tan primitivo— nos conmueve porque habla del miedo —tan humano— y del valor —tan divino— de quien se atreve a mirarlo de frente.
Sus naturales —eternos, lentos, hondos— parecen detener las manillas del reloj, incluso la luz. Por un instante, todo se suspende: el aire, la mirada, la conciencia. Y uno comprende que la belleza, cuando aparece, no dura, pero deja huella en la memoria del tiempo. Por eso su figura trasciende el ruedo. No hace falta ser aficionado para reconocer en él algo escaso: la autenticidad. Esa coherencia entre lo que se siente y lo que se muestra, entre la belleza y la verdad. Morante no interpreta un papel: lo habita.
Fue un privilegio contemplar a Morante. Su puro se ha consumido, y con él se ha retirado a la penumbra donde habitan las leyendas. En esta era de prisa, pantallas y ruido, quizá lo único verdaderamente lento —y por eso, verdaderamente valioso— sean las hojas de tabaco que arden despacio, bocanada a bocanada, sin apuro, con hondura, hasta transformarse en humo. Ojalá ese humo no sea un adiós, sino una pausa larga, una espera con sabor a eternidad.
Hasta que vuelva.
Gracias, Morante.
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