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Opinión | Tribuna

Doctora en Sociología y Profesora de la Universidad de Almería

Acoso sin marcas: frenar lo que nadie ve

Un pequeño altar improvisado ante la vivienda de Sandra, la joven que se suicidó el pasado martes en Sevilla.

Un pequeño altar improvisado ante la vivienda de Sandra, la joven que se suicidó el pasado martes en Sevilla. / Jose Manuel Vidal / EFE

El caso de Sandra, la estudiante del colegio Irlandesas de Loreto, en Sevilla, una joven de catorce años que presuntamente se quitó la vida tras denunciar acoso escolar, reabre preguntas urgentes: ¿Cómo frenar lo que tantos prefieren no ver? ¿Cómo sancionar lo que, a menudo, no deja marcas visibles? ¿Cómo castigar la indiferencia que lo permite?

En el debate público, el foco suele caer sobre lo evidente: insultos, golpes, amenazas. Sin embargo, la forma más devastadora de acoso rara vez grita. Opera desde lo sutil, lo negable, lo camuflado. El daño se ejecuta en lo subjetivo: miradas cómplices, bromas inocentes, comentarios que excluyen sin nombrar. Y sí: eso también mata.

1) El acoso sutil: el daño que se niega

Quien agrede normalmente invierte el relato y se presenta como víctima de malentendidos o de reacciones exageradas. El entorno lo compra: “tampoco fue para tanto”, “son cosas de críos”. Resultado: quien denuncia termina agotada, cuestionada y sin autoestima.

La exclusión sin palabras es la más eficaz. No mirar, no responder, no nombrar. Hacer como si no existieras. Esa desaparición simbólica desgasta más que cualquier insulto.

La forma más devastadora de acoso rara vez grita. Opera desde lo sutil, lo negable, lo camuflado

A menudo basta con la microconformidad: quien inicia la agresión no necesita insistir si los demás siguen el juego por miedo, por imitación o por no quedarse fuera. Es participar sin cuestionar para protegerse a sí mismo.

En la práctica, demasiadas aplicaciones de los protocolos exigen “reiteración” en el tiempo. Pero hay daños que se consolidan en semanas; las víctimas no siempre pueden esperar más. Y todo esto sucede también en digital: stories indirectas, grupos de WhatsApp donde se excluye, vídeos editados que ridiculizan. El acoso emocional amplió su terreno mientras las herramientas institucionales siguen siendo analógicas.

Un ejemplo basta: un alumno propone un trabajo en grupo; nadie responde. En el chat, su nombre desaparece. En el pasillo, risas cuando se acerca. No hay insulto, pero hay diseño. Y duele igual.

2) Los encubridores: ver y no meterse

Los cómplices no siempre son crueles. A veces son buenas personas que no quieren líos. Ahí radica el problema. Alumnado, profesorado o familias que ven y callan no solo lo hacen por miedo, sino porque creen que “no es su asunto”. Más incómodo aún: porque quien agrede es el hijo de, la amiga de, la sobrina de... o vive en la calle de al lado. Nadie quiere ser la persona incómoda del claustro o del AMPA. Pero ese silencio valida el daño. La pasividad lo perpetúa.

También hay omisiones institucionales: directivos que no activan lo que deberían, que minimizan, que prefieren “hablarlo con calma”. Bajo esa prudencia se esconde a veces una prioridad: proteger la imagen del centro. Se dilatan respuestas, se relativiza el daño, se archiva el sufrimiento. Si un adolescente se rompe, se etiqueta como “caso aislado”.

Nadie quiere ser la persona incómoda del claustro o del AMPA. Pero ese silencio valida el daño. La pasividad lo perpetúa

La reputación pesa más que la salud emocional. Ese es el precio. Y cada adulto que mira a otro lado disminuye la probabilidad de que la víctima vuelva a pedir ayuda. La omisión también deja huella.

3) Cuando no hay red

La víctima y su familia suele llegar sola a la denuncia, ya exhausta. A veces ha avisado antes, pero no se la ha tomado en serio. Lo que encuentran no es contención emocional, sino papeles, formularios y plazos. Y miedo, miedo a no ser creída. A que le digan que exagera. A tener que demostrar el daño además de soportarlo. Porque, en demasiados centros, si no hay reiteración, si no hay pruebas objetivas, si no hay un culpable claro… no hay caso. Por eso tantas víctimas callan. Y por eso tantas no llegan.

Cuando la familia llega al centro, lo que encuentran no es contención emocional, sino papeles, formularios y plazos. Y miedo, miedo a no ser creída. A que le digan que exagera

4) El patrón que se repite

Barcelona, 2021. Kira López, quince años, murió por suicidio tras meses de alertas que, según denunció su familia, el centro no atendió. Alegaron hostigamiento y exclusión emocional. El protocolo de acoso no se activó. Tampoco el de conducta autolítica, pese a intentos previos de autolesión. El caso fue archivado.

Ante esa impunidad, la familia impulsó cambios: eliminar la exigencia de “reiteración”, obligar a intervenir de inmediato y establecer sanciones automáticas por inacción. “La burocracia normaliza el maltrato”, advirtieron.

5) Guía mínima para familias: actuar hoy

  1. Documentar desde el primer día: nombres, mensajes, fechas, capturas.
  2. Solicitar por escrito la activación del protocolo del centro y pedir número de registro.
  3. Si no hay respuesta en plazo, elevar la queja a Inspección educativa autonómica.
  4. Contactar con asociaciones especializadas en acoso escolar para orientación y acompañamiento.
  5. Acudir a vías legales o mediáticas cuando lo anterior falle o haya riesgo inminente.

Recuerda: los colegios concertados también están obligados a activar protocolos. El deber de cuidado no depende de la titularidad. Si dudas entre esperar y actuar, elige actuar: esperar también es una decisión, y con riesgo.

6) Lo que debe cambiar (ya)

  1. Plazos y responsables nominales en cada protocolo; trazabilidad de cada alerta.
  2. Sanciones por inacción y auditorías periódicas de respuestas.
  3. Inspección educativa con capacidad de actuar de oficio ante indicadores de riesgo.
  4. Protección jurídica y apoyo emocional al profesorado que interviene.
  5. Recursos clínicos inmediatos para alumnado en riesgo, con derivación ágil.
  6. Registro digital obligatorio: cada comunicación genera un identificador y seguimiento verificable.
  7. Del prestigio al cuidado: cuando reputación y seguridad choquen, prevalece la seguridad.

7) Un deber ético y colectivo

Este no es un problema de convivencia. Es un problema de justicia y de ética pública. El silencio nunca es neutral: cuando quienes pueden proteger eligen no hacerlo, el daño avanza. Nombrar la violencia, aunque incomode, es la única forma de detenerla.

Documenta hoy. Activa hoy. Eleva hoy.

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