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Opinión | Tribuna

América en Sevilla

Imágenes de la restauración de las Reales Atarazanas.

Imágenes de la restauración de las Reales Atarazanas. / Francisco J. Olmo / Europa Press

Hace poco, Sevilla estrenó un nuevo espacio cultural. Las Reales Atarazanas. Allí donde hoy se alza la reciente arquitectura restaurada, hubo un día un puerto de sueños y de esfuerzo, una colmena de martillos y clavos donde los carpinteros daban forma a los navíos que cruzarían los mares. En aquellos astilleros se levantaron los barcos que unieron tres continentes y dos océanos, los mismos que convirtieron a Sevilla en una suerte de Nueva York barroca, centro palpitante de la primera globalización.

Hoy, esos doce mil metros cuadrados reaparecen pulidos, hermosos, expectantes… pero vacíos. Vacíos de contenido, de rumbo, de vida. Como un gran navío recién botado que aguarda, inmóvil, a que alguien le asigne destino y tripulación.

Mientras tanto, unos kilómetros más al norte, en Madrid, otros doce mil metros de historia comparten un destino semejante. El Museo de América, monumental y sereno, se alza sobre la colina de la Ciudad Universitaria, rodeado de autopistas y de una cierta indiferencia urbana. En su interior duerme un patrimonio excepcional: los vestigios de siglos de encuentros, mestizajes y olvidos. Es un museo que respira el eco de los Andes, el saber de los códices mayas, la cerámica de los chimúes y los tejidos de los incas. Y, sin embargo, sus salas suelen estar medio vacías. Apenas un puñado de visitantes atraviesa sus galerías silenciosas, donde las vitrinas parecen esperar una mirada que las devuelva al presente.

El Museo de América no ha sabido -o no ha podido- conquistar el corazón del gran público. Su ubicación, aislada entre carreteras, lo mantiene lejos de la vida cultural cotidiana de Madrid. Compite en desigualdad con gigantes como el Prado, el Thyssen o el Arqueológico, e incluso con templos más íntimos, como el Museo Sorolla. Hoy por hoy, es uno de los museos menos visitados de titularidad estatal en la capital.

Y, sin embargo, el alma del Museo de América parece pertenecer, por derecho y por memoria, a Sevilla. Porque fue aquí donde comenzó esa historia compartida entre orillas. Desde sus muelles partieron los barcos que tejieron el mapa del mundo moderno; desde sus calles barrocas partieron también las personas, las mercancías y los relatos que transformaron América y que, a su vez, transformaron España.

Cuando Alfonso X ordenó la construcción de las Reales Atarazanas en 1252, en el barrio del Arenal se erigieron diecisiete enormes naves de ladrillo, alineadas perpendicularmente al río. Aquella obra monumental del gótico mudéjar sevillano, con la huella del arte almohade en sus bóvedas de arista y sus arcos apuntados, no era solo un astillero: era una declaración de poder. Cuando uno camina hoy por las Atarazanas recién abiertas, no puede evitar soñar con un regreso simbólico: el del Museo de América a la ciudad que vio nacer su historia. Sería un gesto de justicia poética y de lucidez cultural. Faltan cuatro años para el centenario de la Exposición Iberoamericana de 1929, aquella que dio a Sevilla su Plaza de España y buena parte de su fisonomía moderna.

Cuando uno camina hoy por las Atarazanas recién abiertas, no puede evitar soñar con un regreso simbólico: el del Museo de América a la ciudad que vio nacer su historia. Sería un gesto de justicia poética y de lucidez cultural

¿Y si las Atarazanas fueran el nuevo símbolo de ese diálogo? ¿Y si esos doce mil metros cuadrados se llenaran de voces americanas, de arte, de historia, de mestizaje y de futuro? Existe un proyecto para crear allí un centro de interpretación de la conexión americana. Pero quizá sea el momento idóneo para llenar en Sevilla lo que en Madrid permanece vacío. Porque hay espacios que nacen para guardar la historia, y otros -como este- que están llamados a devolverla a la vida.

Ojalá estas palabras sirvan, siquiera un poco, para recordarlo. Y que algún día, entre los ecos de las Atarazanas, vuelva a escucharse el rumor del mar que unió a América y a Sevilla, ese rumor que en Madrid, entre vitrinas dormidas, nadie parece oír.

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