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Opinión | A compás

Sevilla

La cultura ‘fake’

Un hombre leyendo un libro al revés.

Un hombre leyendo un libro al revés. / IA

No sé dónde vi hace unos días, seguramente entre los contenidos de Google discover, la reciente tendencia impulsada por las redes sociales de llevar libros en lugares públicos para aparentar ser más interesante o atractivo. Por lo visto, en la performative reading, como la llaman, hay volúmenes estratégicos como Crimen y castigo o el Ulises de James Joyce que potencian ese halo de intelectualidad sobre el que los porta, aunque en este caso no sea más que un accesorio. Más barato y ecológico, eso sí, que un bolso de Louis Vuitton.

Por ridículo que suene esto ahora, el consumo del arte, no como búsqueda del placer estético, sino como acto que posiciona en la sociedad, forma parte de su historia mucho antes de Internet. Al menos, desde su industrialización, cuando participar de su disfrute empieza a depender de las posibilidades económicas del espectador. En los corrales de comedia del XIX nace, por ejemplo, el término gallinero para referirse a la sección más alta y ruidosa de los teatros que, al tener menos visibilidad y ser más económica, era ocupada por las clases menos pudientes. Y era habitual que los principales teatros europeos, como la Ópera Garnier de París de 1875, colocaran en el hall espejos con la intención de que quienes acudían pudieran ser vistos por los demás, y palcos con cortinas en cuya trastienda se bebía, comía y alternaba durante la representación, porque lo que importaba no era lo que ocurría en escena sino estar ahí.

De esta relación de lo cultural con lo elevado, ciertamente snob, viven, de hecho, muchos festivales con rincones instragrameables y artistas cool. Y, en un terreno más prosaico, gracias a esto ligan también todavía boomer y millenials que colocan en sus casas a conciencia determinados libros o discos -de vinilo, por supuesto- para generar ilusión en la conquista que, después, si la cosa cuaja, terminará por ver cómo acumulan el polvo. En el libro/disco y en el impostor/a.

Si hay que elegir me posiciono con María Pombo cuando defendía que “leer no te hace mejor persona ni superior”. Efectivamente, ni la cultura, ni viajar, ni conocer gente ni vivir experiencias extremas suma por sí mismo un aprendizaje si quien ve esos espectáculos, visita esas ciudades, convive con los demás, ríe o sufre no es una persona con inquietudes, curiosa, analítica, sensible, que quiera vivir activamente. Es decir, más que a lo que te dediques, lo que veas o lo que hagas, importa tu mirada.

En el lado opuesto, el de los creadores, más de lo mismo. Por extensión, a todo el que se dedica al arte se le atribuye una serie de cualidades, valores, conocimientos o atributos que para nada tienen que estar vinculados a la excelencia del objeto de creación. De ahí la decepción cuando se descubre al ser humano, imbécil, insulso, superficial o egocéntrico, que se esconde detrás de ese admirable actor, cantante, poeta o bailarín. “Se presupone que los escritores sabemos de todo y se nos pregunta esperando reflexiones grandilocuentes sobre cuestiones de las que no somos voces autorizadas”, me confesaba Elvira Sastre el otro día en el CaMÁS Letras alertando de esta absurda concepción.

En una postura aún más radical, y respondiendo a la mediocridad de los artistas que se creen en exclusiva legitimidad para hablar del hecho artístico, sostenía José Ortega y Gasset en La verdad no es sencilla “que el artista cree que entiende su obra mejor que nadie y no es verdad”. Entre otras cosas porque, explicaba, entender de la técnica del oficio no es lo mismo que entender del arte; es decir, “el manzano no tiene por qué entender la botánica” y a veces incluso “el artista suele desconocerse a sí mismo y casi nunca penetra en la bodega mágica donde fermenta su inspiración”, mantenía.

Quizás por ser expresión del pueblo, y no de la elite cultural, por su marginalidad o su ligazón con lo andaluz y lo gitano, el flamenco se libró durante un tiempo de este postureo cultureta de masas, alimentándose más de la condición exótica y especial que otorga el sentirse parte de una minoría. Aquella a la que dedicaba sus versos Juan Ramón Jiménez.

Sin embargo, igual que la moda de exhibirse con libros, observo cómo proliferan los artistas de Tik tok, que no aguantan un concierto en directo, pero triunfan cantando una letrita, dándose una pataíta o tocando una falseta en lo que dura un reel, y los aficionados -periodistas y críticos- de Instagram que postean fotos con figuras flamencas al pie del escenario alabando sus propuestas cual mocitos felices de lo jondo y que se van al bar en cuanto suben el contenido.

Este exhibicionismo feroz está corrompiendo las dinámicas naturales de la relación público/artista hasta el punto de que a veces me planteo dejar de seguirlos porque no sé si podré sentarme igual en el patio de butacas después de verlos entrenar en el gimnasio en una storie, poner una olla de puchero o comulgar con según que opiniones. Y, en otro orden de cosas, está contribuyendo a encumbrar nombres o crear corrientes de opinión que responden únicamente a la actividad frenética y el número de likes que tengan en sus redes.

Los flamencos, por pertenecer a un universo íntimo en el que coincidimos a menudo los mismos en todas partes y por su carácter comunitario y fraternal, hemos presumido de una familiaridad poco habitual en otras artes que permite acercarnos a los cantaores, bailaores y guitarristas que admiramos, compartir ratos y charlar de cerca. Sigamos mejor alimentando ese contacto, discutiendo las diferencias frente a frente y parándonos a escuchar porque el flamenco, para ser creíble, debe aspirar a la verdad, y sumarnos a esta moda de la foto sólo alimenta la estupidez y la superficialidad.

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