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Opinión | La ciudad en la mirada

Sevilla

Habitar la complejidad

Una de las dinámicas del taller 'A la sombrita', en el marco de las jornadas 'Ellas en la ciudad' organizadas por el CICUS y Julia Díaz-Borrego y Cristina Vicente Gilabert.

Una de las dinámicas del taller 'A la sombrita', en el marco de las jornadas 'Ellas en la ciudad' organizadas por el CICUS y Julia Díaz-Borrego y Cristina Vicente Gilabert. / Cristina Vicente Gilabert

Jane Jacobs escribió lo siguiente en su obra Vida y muerte de las grandes ciudades, ese libro que tanto se recomienda en las escuelas de arquitectura, pero que tan rápido se olvida cuando entra en juego el capital: "Las ciudades tienen la capacidad de proveer algo para cada uno de sus habitantes, sólo porque, y sólo cuando, son creadas para todos".

Crear para todos no es fácil; de hecho, es profundamente complejo. Entonces, ¿cómo se puede abordar esta cuestión? Creo que la complejidad se puede afrontar de dos maneras posibles: reconociéndola o evitándola. La más habitual, desafortunadamente, es la segunda. Descartes nos enseñó a reducir los problemas a partes más sencillas para simplificar esa complejidad. Esto funciona muy bien, por ejemplo, si estamos tratando de resolver un problema matemático. Sin embargo, cuando entra en juego lo social, -y creo que la arquitectura y el urbanismo son disciplinas puramente sociales-, simplificar significa excluir.

Para entenderlo mejor, pensemos en una situación habitual: un estudio de arquitectura recibe el encargo de ordenar un nuevo barrio donde está prevista la construcción de mil viviendas. Ese barrio lo habitarán personas diversas, a las que, evidentemente, los proyectistas no conocen personalmente. Tras analizar los condicionantes técnicos, lo más probable es que empiecen directamente por organizar el espacio, dividiendo el problema en fragmentos manejables: estructurar las calles, ubicar las viviendas, definir tipologías, ordenar las circulaciones, distribuir equipamientos, zonas verdes, dimensionar infraestructuras, etcétera. En el mejor de los casos surgirá la pregunta: ¿qué personas lo habitarán? Pero incluso entonces, la tendencia será simplificar la cuestión, imaginando los perfiles-tipo que se consideran más frecuentes: la familia tradicional, la pareja joven o el profesional independiente. No falla.

Esta simplificación, sin embargo, no es inocente y tiene sus consecuencias. Disfrazar las estrategias de una falsa aproximación científica -porque parece racional, neutral, taxonómica, impecable- construye una falacia ideológica y mercantilista que excluye y condiciona.

¿Qué quiere decir esto? Cuando reducimos la diversidad a un modelo de habitante o núcleo de convivencia promedio, simplemente porque es más sencillo o pensamos que resultará más rentable, dejamos fuera a quienes no encajan en él, cerrando las puertas a otras formas de vida, de convivencia o de deseo; perpetuando roles, y desatendiendo las necesidades de quienes no forman parte del patrón dominante. De este modo, los condenamos a desarrollar su vida dentro de un esquema espacial, funcional y relacional tan rígido que, en realidad, solo responde a las necesidades de una minoría.

Cuando reducimos la diversidad a un modelo de habitante o núcleo de convivencia promedio, simplemente porque es más sencillo o pensamos que resultará más rentable, dejamos fuera a quienes no encajan en él

Por supuesto, no podemos culpar de este mal únicamente a los arquitectos y arquitectas porque en estos procesos intervienen muchos más agentes que deben ponerse de acuerdo: quienes promueven, deciden, diseñan, gestionan, financian o proveen, entre otros. Y, por encima de todos ellos: el mercado, pero esa es otra cuestión. Además, not all architects –hay muchos profesionales conscientes de esta problemática, y existen proyectos muy interesantes que se desarrollan desde perspectivas holísticas y participativas–. Sin embargo, es una realidad que vivimos en las periferias: las expansiones de la ciudad, en su mayoría, continúan funcionando de este modo.

El pensamiento cartesiano aplicado al urbanismo, sobre todo al urbanismo desarrollista, nos ha llevado a construir ciudades que funcionan como máquinas; y de eso tuvo mucha culpa la modernidad. Son aparentemente ordenadas, previsibles, eficaces en su construcción, pero ajenas las dinámicas de vida real de quienes las habitan. Llegados a este punto, surge la pregunta: ¿existe otra forma de hacer ciudad? Sí, existe, y pasa por asumir la complejidad.

¿Existe otra forma de hacer ciudad? Sí, existe, y pasa por asumir la complejidad.

Cuando trabajamos para un cliente privado, sabemos escuchar: atendemos sus necesidades, sus deseos, sus prioridades. ¿Por qué no hacemos lo mismo con la ciudad? Las voces más autorizadas no deberían ser las de los perfiles técnicos, ni las de los supuestos expertos (ni mucho menos las de los inversores), sino las de quienes habitan los espacios. En este sentido, el papel de los arquitectos y arquitectas sería más el de mediadores que el de autores, y esto implicaría incorporar procesos de escucha para integrar esas voces.

Hace una semana, en el marco de las jornadas Ellas en la ciudad organizadas por el CICUS, mi compañera Julia Díaz-Borrego y yo coordinamos un taller de cartografía crítica, en el que invitamos a los participantes a imaginar su propio barrio. Lo ubicamos en uno de los espacios en proceso de urbanización al sur de Sevilla, y debían construir un mapa de ese barrio donde les gustaría vivir. Contaban para ello con materiales como recortes, cartulinas, pegatinas, hilos, rotuladores, etcétera. Asistieron unas cuarenta personas de todas las edades, y solo cinco eran arquitectas.

Como era de esperar –porque ya sabíamos que la empatía y el sentido común iban a guiar las decisiones– los barrios que imaginaron no se parecían en absoluto a esas retículas desconectadas que están invadiendo las periferias españolas como respuesta a la crisis de la vivienda: conjuntos de edificios idénticos, de colores neutros y acabados de falso lujo, con piscinas privadas pero calles despobladas, hechas de asfalto y sin sombra. En cambio, sus propuestas partían de lo colectivo: espacios de encuentro, abundante vegetación, agua, sombra, lugares para el juego y equipamientos públicos pensados para todos. Habían diseñado barrios para compartir y ser felices. Quizás deberíamos confiar más en su criterio.

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