Los últimos de Sevilla (III)
Esperanza Jiménez, la librera que aprendió a remendar sillas de enea y junco
Tras cerrar el negocio familiar hace casi un cuarto de siglo, esta artesana acabó de dependienta en una espartería, donde le enseñaron a arreglar y coser a mano asientos, alfombras o persianas

Jorge Jiménez

Esperanza Jiménez trenza una a una las tiras de junco que forman el respaldo de una mecedora vieja. Las sillas de enea y las alfombras de esparto esperan en la puerta a que les toque el turno del remiendo. No será esa mañana, porque esta artesana trabaja sola desde hace cinco años en su minúsculo taller, situado en un puesto del mercado del Arenal. Son pocos en Sevilla los que aún ejercen este oficio: "Hasta donde sé, quedamos dos locales abiertos: uno cerca del Gran Poder y el mío", cuenta Jiménez.
La clave de esta profesión es la paciencia. "La dificultad y el tiempo dependen del material y del dibujo que se quiera tejer", detalla. Con el arreglo que tiene entre manos, con un diseño que nunca había hecho y de junco —"mucho más laborioso que la enea"—, lleva ya tres semanas. "Mucha gente no valora el precio que pides, y esto conlleva una faena y un sacrificio que ni puedes cobrarlo por horas", dice resignada esta espartera.
No le falta el trabajo. Sobre todo para personas mayores y "jóvenes que tienen muebles con valor sentimental". Pero este negocio no es ya como antes: "Hoy día pasa con las sillas como con las televisiones: compras una nueva antes que arreglarla", apunta Esperanza Jiménez. Y los gustos también han cambiado, claro, "casi nadie" pone un taburete de rejas en su nuevo piso. "Conforme vaya desapareciendo este tipo de mobiliario en las casas, se notará en el oficio", declara esta artesana mientras vuelve a dar vida a un asiento roído por el tiempo.
De vivir entre libros a espartera
Esperanza no creció entre pleitas. Su familia tenía una librería en la calle Pastor y Landero, y ahí estuvieron sus comienzos laborales. Cuando tuvieron que cerrarla en el 2000, el negocio vecino, la espartería Juan Peña, contrató a esta sevillana como dependienta. "Pero como siempre me habían gustado las manualidades, fui investigando y conociendo la profesión poco a poco. En todo esto fue fundamental mi curiosidad", recuerda.

Cartel con algunos de los servicios que ofrece Esperanza en su taller / Jorge Jiménez
Su jefe de entonces se dedicaba a la rejilla de junco, así que Esperanza aprendió el esparto "descosiendo artículos que rondaban por la tienda". De esta forma, a la tarea de atender a los clientes sumó en unos años la de ocuparse de los arreglos que su encargado no podía solucionar. Y de los libros, al trenzado.
Otra figura esencial en este proceso de aprendizaje fue la del sillero que le trabajaba de tanto en tanto a su espartería. "Vio que tenía capacidad, que se me daba bien esta profesión, y se ofreció a enseñarme a elaborar sillas", rememora Jiménez. "Mi jefe, que no manejaba todas las disciplinas, se molestó incluso un poco cuando me formó aquel hombre en el mundo de la sillería".
Un oficio difícil de legar
Aquel artesano confió en Esperanza, le reveló todas las claves y secretos del oficio. Hasta le regaló las rústicas herramientas con las que trabajó durante décadas cuando se retiró: un palo de madera y un antiguo abridor de cerveza liado con cinta aislante para hilar la enea. "Después de casi un cuarto de siglo en la profesión, no sabes cómo de agradecida estoy a aquel sillero que me enseñó", afirma.

Esperanza Jiménez en su taller, situado en el mercado del Arenal / Jorge Jiménez
A sus 62 años y con la espalda llena de achaques, la jubilación está muy cerca. Ahora le toca a ella: "Ese hombre no tenía a nadie que siguiera con su trabajo hasta que vio que me interesaba. Hizo conmigo lo que tendré que hacer yo, aunque debo encontrar antes a alguien que quiera", señala Esperanza Jiménez, que añade que "hay gente que se ha interesado y se ha quedado luego en el intento".
Esta hija y nieta de libreros se dedica hoy a entrelazar hebras de esparto, enea y junco. Aquel oficio artesano que antaño fuera de puerta en puerta, subsiste en dos locales que le conceden unos años más de vida a las sillas y persianas de siempre. Aunque parece que no por mucho tiempo. Esperanza Jiménez, sentada frente a la vieja mecedora que le confió una mujer del barrio, lo sabe: "Al trabajar cada día siento como si perdurara algo que se pierde".
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