Cien años kafkianos, sin Franz Kafka

Se cumple un siglo de uno de los autores más influyentes y visionarios de la metamorfosis que estaba por llegar: que la propia humanidad descubriese la versión más monstruosa de sí misma

Franz Kafka.

Franz Kafka. / Álvaro Romero

Álvaro Romero

Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podíamantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo”. Así arranca una de las novelas más influyentes del siglo XX, La metamorfosis, del checo Franz Kafka, de cuya muerte por tuberculosis en 1924 se va a cumplir ahora un siglo. Aunque Kafka se marchó de este mundo con solo 40 años, después de haber publicado solamente un puñado de historias cortas y de haberle encargado a su amigo íntimo, Max Brod, que quemara todos sus escritos, hay pocos escritores que hayan influido más en la literatura mundial, como testimonian gigantes de la talla de Faulkner, Borges o García Márquez.

Aquella insólita transformación (metamorfosis) de un viajante de comercio en una repelente cucaracha encerraba una metáfora dolorosísima sobre la soledad del individuo en un mundo truculentamente hostil. El miedo al diferente, el rechazo al otro y la imposible adaptación del protagonista configuran la universalidad de una obra que, por otro lado, puede interpretarse incluso como el paradigma de la adolescencia. Kafka, que escribió además otras novelas con la misma dosis de absurdo e inquietante existencialismo como El proceso, El castillo (inacabada), La condena o En la colonia penitenciaria –y un puñado de cuentos bajo el título de Contemplación-, profetizó sin saberlo los infiernos que luego iban a apellidar precisamente de kafkianos que le esperaban a la humanidad tras la II Guerra Mundial, en cuyos campos de concentración nazi iban a morir sus tres hermanas. Él se libró de aquello, pero no del desprecio de un padre que lo atormentó durante toda su vida –no se pierdan Carta al padre-, de su inseguridad con las mujeres, de sus complejos y de una salud frágil que terminó arrebatándole la posibilidad de seguir dedicándose a lo único que le interesaba, la literatura, después de conseguir un trabajo como agente de seguros de accidentes laborales que le permitía volver a casa a las dos de la tarde. “Soy taciturno, insociable, malhumorado, egoísta, hipocondríaco y realmente enfermizo. ¿Cómo ha de vivir su hija con un hombre así, que ha dejado toda distracción a fin de conservar las energías justas para dedicarse en exclusiva a la literatura?”, le escribe Kafka a quien estuvo a punto de ser su suegro, el padre de Felice Bauer, con quien el escritor mantuvo una difícil relación antes y después de seguir frecuentando los burdeles de su corta vida. “He cegado a su hija con mi escritura. Sea como fuere, tenga usted en cuenta lo siguiente, que es esencial: todo mi ser se centra en la literatura, y hasta los treinta años he mantenido ese rumbo a rajatabla; si alguna vez lo abandono, dejaré de vivir”. Desde luego a Felice le dijo bien poco el manuscrito de La metamorfosis, y esa indiferencia suya llevó a Kafka a una profunda depresión.

Conoció después a Milena Jesenská, una escritora, traductora y periodista checa de 24 años –doce años menor que él- que estaba a punto de separarse de su marido en Viena, adonde viajó Kafka aunque rompiera igualmente su relación con ella, no sin antes confiarle sus propios diarios. Fue Milena quien escribió un obituario de Kafka para un periódico checo. “Era tímido, asustadizo, gentil y bueno, pero los libros que escribió fueron crueles y dolorosos”, señaló entonces, y añadió: “Vio el mundo lleno de demonios invisibles luchando y destruyendo a las personas indefensas. Era demasiado clarividente, demasiado sabio para vivir y demasiado débil para luchar: pero esa era la debilidad de las personas nobles y bellas que no saben luchar contra el miedo, contra los malentendidos, contra el desamor y las falsedades espirituales”.

Al final de su vida llegó otra mujer, Dora Diamant, otra joven periodista, descendiente de una familia judía ortodoxa que lo disuadió de viajar a Palestina, como tenía previsto hacer a finales de 1923... Aquella Navidad Kafka contrajo una pulmonía que lo obligó a volver al hogar de sus padres, en Praga, adonde se había prometido no regresar para centrarse definitivamente en su obra. La pulmonía derivó en una tuberculosis de laringe que le fue impidiendo tragar nada. En su lecho de muerte, escribió Un artista del hambre. Al contrario de Max Brod, Dora Diamant sí cumplió los deseos de Kafka de destruir su obra, pero solo lo hizo con una parte. Afortunadamente, guardó la mayoría de sus últimos escritos, más de veinte cuadernos y unas 35 cartas, hasta que la Gestapo los confiscó en 1933. La búsqueda de esos papeles desaparecidos por varios países del mundo sigue constituyendo hoy en día un posible guion cinematográfico a la altura de su obra. Al fin y al cabo, casi toda la obra de Kafka ha sido llevada a la gran pantalla desde que Orson Welles adaptara El proceso en 1962.

Las angustias del siglo XX

A todos los escritores que vinieron luego, pese al desconocimiento que de Kafka se tuvo durante mucho tiempo, les ha influido enormemente su corta obra, que anticipó las angustias del ser humano en el siglo más paradójico que se hubiera imaginado jamás. La incomodidad de Gregor Samsa convertido en bicho representa la inadaptación del individuo en un mundo que no está hecho para él. “Tirar del cobertor era muy sencillo, solo necesitaba inflarse un poco y caería por sí solo, pero el resto sería difícil, especialmente porque él era muy ancho. Hubiera necesitado brazos y manos para incorporarse, pero en su lugar tenía muchas patitas que, sin interrupción, se hallaban en el más dispar de los movimientos y que, además, no podía dominar. Si quería doblar alguna de ellas, entonces era la primera la que se estiraba, y si por fin lograba realizar con esta pata lo que quería, entonces todas las demás se movían, como liberadas, con una agitación grande y dolorosa”. La novela más famosa de Kafka reúne, desde luego, lo más significativo de su estilo: un protagonista perdido y condenado; el simbolismo de todo lo que se cuenta, tan objetivamente; la escasez de acción; y el absurdo de la existencia misma. Kafka aportó a la literatura contemporánea una inesperada virtud: la de la parábola sin moraleja, el duro relato en que el lector sueña con un consuelo didáctico pero se encuentra con el precipicio de una existencia desprovista de trascendencias...

Reediciones

No van a faltar este año, con motivo del centenario de la muerte de Kafka, las reediciones y los lanzamientos de esa obra que él hubiera preferido que se quemase. Su legado nos demuestra que no solo anticipó angustias del hombre frente al mundo, a la administración, a lo desconocido, a la última planta de cualquier rascacielos, sino que es nuestra realidad misma la que se empeña en volverse hoy cada vez más kafkiana. No solo a nivel nacional o en el primer mundo, sino en esas burbujas bélicas en la que siguen atrapadas tantas personas sin comerlo ni beberlo, y sin que el resto del mundo parezca inmutarse. Sus grandes temas tienen siempre que ver con la falta de libertad

Ya han empezado a organizarse varios congresos en la Universidad de Oxford, por ejemplo. La editorial Páginas de Espuma lanzará el próximo mes de abril, en Argentina, una nueva edición de sus recomendables Cuentos completos, con el aporte de la biblioteca israelí que conserva el legado kafkiano. En mayo, el XIX Congreso Internacional de la Sociedad Goethe en España analizará el impacto de la obra de Kafka en un encuentro en la Universidad de Barcelona. Editoriales como Acantilado, Nórdica y Alianza, entre otras, ya han puesto en marcha sus prensas porque tal vez solamente desde lo kafkiano, que ha crecido tanto en este último siglo, tengamos posibilidad de volver a entendernos como seres humanos.

Alguien debió de haber calumniado a Josef K., porque sin haber hecho nada malo, una mañana fue detenido”. Así arranca El proceso, otra de sus obras maestras, que cumplirá otro siglo el año que viene, como en un bucle de efemérides kafkianas capaces de ponernos frente al burocrático espejo del callejón del gato, como si las estirpes condenadas a cien años de soledad no tuvieran otra oportunidad sobre la tierra.