Un chelo contra tres guerras, desde París

El Maestranza repite hoy ‘La Belle Époque’, la propuesta de la ROSS para un inmaculado puente entre países y entre siglos bajo la batuta de Marc Soustrot y Camille Thomas, la prodigiosa chelista que se hizo viral desde las azoteas de la pandemia

Camille-Thomas / ROSS

Camille-Thomas / ROSS / Álvaro Romero

Álvaro Romero

En el título del programa que ofreció ayer el teatro de la Maestranza y que repite hoy a partir de las 20.00 horas, La Belle Époque, resuena toda la grandiosidad clásica y romántica que atravesó Europa desde la guerra franco-prusiana de 1870 hasta la II Guerra Mundial, tres cuartos de siglo después, pero también –porque el período es tan extenso- la ira de aquel final en Hiroshima que nos tenía reservado el bombazo final. En el célebre violenchelo Stradivarius de 1730 que la Nippon Music Foundation le cede a la joven Camille Thomas (35 años), niña prodigio que empezó a tocar el instrumento en su más tierna infancia, y en la solemne versatilidad de los 70 músicos dirigidos incluso sin batuta por Marc Soustrot latía anoche el gran corazón de aquel continente –el nuestro- que hubo de rememorar Stefan Zweig camino de su perdición en Petrópolis. Pero todo ello con un perfume parisino capaz de pasearnos por el tiempo entre lo mejor y lo peor de que ha sido capaz la condición humana. El chelo de Thomas, impresionante con su vestido como una buganvilla que floreciera en el jardín de la historia, fue propiedad nada menos que de Franchomme, aquel virtuoso para quien nada menos que Chopin compuso la última de sus sonatas para violonchelo y piano allá por 1846...

Evidentemente, la alegre exuberancia de la chelista franco-belga que cree ciegamente en la capacidad de la música de ensanchar el corazón humano –como demostró últimamente desde las azoteas de París durante la pandemia- se lució en el concierto de Édouard Lalo, el romántico francés que tanto se esforzó por huir del vanguardismo de Brahms y que anoche volvió a resucitar la enorme capacidad expresiva de este instrumento en el bosque de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla que interpretó el Concierto para violonchelo y orquesta en Re menor que hechizó literalmente al público, que llenó más de la mitad del aforo. El ritmo de los tres movimientos –de lento a andante- contribuyó a que el público agradeciera al final de este concierto, y de la brillante obertura que había supuesto Beatriz y Benedicto, de Berlioz, el fantástico esfuerzo de dinámica coordinación entre la chelista y el resto de los instrumentos de cuerda y de viento incluso en esta función tan inhabitual a estas alturas.

La carrera de Thomas es ya imparable. Después de trabajar con directores como Paavo Järvi, Mikko Franck, Kent Nagano o Stéphane Denève, y con las mejores orquestas de Varsovia, Munich o Bremen, lo peor que podría hacer usted esta noche, si tiene posibilidad, es perdérsela, porque todavía hay muchas localidades disponibles.

El espectáculo no decayó al despedirse Camille Thomas, aunque se echó de menos que la violonchelista hubiera participado de todos los platos, hasta el final de un programa absolutamente francés en el que se nota la mano y el gusto del actual director de la ROSS. Después de la mañana de primavera de Lili Boulanger, aquel joven portento que murió con 24 años por culpa de la gripe española y que anoche le puso en bandeja a Soustrot la sensorialidad cromática que tan bien se ajusta a su regusto impresionista.

En la Sinfonía litúrgica de Arthur Honegger -aquel componente de Los Seis que se inspiró en el sonido de la locomotora de vapor en su Pacific 231 y a quien llegaron a culpar de la salida de Erik Satie-, la orquesta fue de menos a más, aunque el momento más agradecido quizás fuese el maravilloso adagio De profundis clamavi. Los pizzicatti de los contrabajos ya en el tercer y último movimiento –una abismal marcha militar- prefiguraban el latido de un mundo en descomposición a cuya música, ya tan alejada de la Belle Époque, solo le restaba pedir la paz para tener alguna posibilidad de volver a empezar.