Parece una tontería
Es feísima
Hacer algo una vez, y que salga bien, te invita a seguir haciéndolo de esa manera. Se instaura entonces cierta comodidad que acaba por cegarte, y dejas de ver que lo que haces ya no tiene mérito
«Es feísima», dijo mi hija al verme con la chaqueta que acababa de comprarme, y que, por supuesto, a mí me parecía maravillosa. Helena tiene ya la manía de ser categórica y de manifestarlo en poquísimas palabras. Calculo que está a punto de saberlo todo de la vida. Tu confías en las elecciones que haces, y de pronto tu hija te suelta «Mala idea», «No lo entiendes», «Lamentable», «Pero papá…». No acaban de resultar placenteros los momentos en que alguien te baja del pedestal con un laconismo. Ya estoy pensando en el día que me diga que no sé ni escribir.
La autocomplacencia se vuelve tan cómoda como terrible. Quién sabe si, en el fondo, todos debiéramos tener cerca a alguien que, cuando nos inclinamos al sentimiento de satisfacción, nos diga «Bastante mal», «Qué triste», «Uff». Esa caída, o desolación, te pone en un sitio seguramente menos ficticio que el que creías ocupar. El gusto por los propios actos, o por la propia condición o manera de ser, es una historia que, con el tiempo, acaba mal y te deja para el arrastre.
Me hizo pensar en ello un relato de Sergi Pàmies de los años ochenta, al que volví hace unos días para calibrar el peso del tiempo en su literatura. Los protagonistas son el narrador, que no sabemos cómo se gana la vida, y un poeta que trabaja en la consejería de urbanismo, y que de un día para el otro recibe el Premio Nacional de las Letras. Le llueven los elogios, pero una noche, en una fiesta, narrador y poeta coinciden, charlan, y el poeta le pregunta qué le parecen sus libros. «He dudado unos segundos, pero le he dicho lo que me parecían: una mierda». Se levanta un silencio enorme, pero ya es tarde para rectificar. «Una mierda», repite. Y todo va a peor para el poeta.
Hacer algo una vez, y que salga bien, te invita a seguir haciéndolo de esa manera. Se instaura entonces cierta comodidad que acaba por cegarte, y dejas de ver que lo que haces ya no tiene mérito. Te rescatan cuando te dicen «Menuda mierda» o, para mi caso, «Es feísima», después de lo cual salí a devolver la chaqueta a la tienda.
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