El Camarlengo

El afán de lo sagrado

Nazarenos de la Hermandad de la Cena

Nazarenos de la Hermandad de la Cena / EFE/José Manuel Vidal

Daniel Marín Gutiérrez

Daniel Marín Gutiérrez

Como buen relato mitológico, la Semana Santa tiene su propia cosmogonía. ¿Cuándo se inventaron las cofradías? De una manera u otra, cualquiera se ha lanzado a ese barro porque, indudablemente, la historia es un valor de legitimidad. Las referencias a los decretos, los libros de actas, los anales de Bermejo o la relación de cofradías del traslado del cuerpo de San Fernando son algunos hitos útiles para determinar cómo de antigua es una hermandad. En ello va buena parte de su sacralidad. En el potentísimo podcast de Manuel Lamprea y José León, Sacra Conversazione, en uno de sus capítulos se explica con detalle la importancia de las prácticas extendidas por San Vicente Ferrer como origen de la fiesta que, posteriormente, se transformaría en un fenómeno urbano. Semana Santa y ciudad son dos realidades estrechamente enlazadas. Curiosamente, la relevancia histórica es mayor que la potencia económica o los títulos alcanzados en el tiempo aunque estos puedan estar íntimamente vinculados a la propia historia. No es lo mismo ser la Primitiva de los Nazarenos que la Novísima de la Periferia.

El afán por lo sagrado se encuentra en el core de las cofradías. A pesar de que a partir del Concilio Vaticano II se consideró a la piedad popular como una práctica a vigilar y a purificar, tampoco estaban muy desencaminados los curas cuando advirtieron de la capacidad de las cofradías por sustituir a los sacramentos. No son pocos los cofrades cuya primera comunión fue la última, igual que los que tienen por primer mandamiento santificar las fiestas con una procesión o un besamanos. Los cofrades entienden de esto: hay más Dios en el leño sagrado de Judá que en el misterio de la transubstanciación. Por eso, la tensión entre las hermandades y la Iglesia ha sido una constante, como relata Romero Mensaque en su artículo sobre las actitudes conflictivas de las hermandades penitenciales en siglo XVIII. Nada ha cambiado desde entonces.

¿Cómo se mide lo sagrado? Quizá sea la pregunta central de la Semana Santa. Los antropólogos que estudiaron la cosa arrearon por la tangente: la justificación histórica de las cofradías fue suficiente para reducir la sacralidad de las mismas a una expresión anecdótica. La clave, según ellos, estaba en las cuestiones de clase. Uno se apuntaba a la cofradía de turno según la etnia, la profesión, las rentas, el género o el barrio. Sin embargo, ¿cómo se explica que una señora blanca, oriunda de Madriz y con tierras repartidas por toda la Baja Andalucía pueda pertenecer, hoy, a la recia Cofradía de Los Gitanos de Sevilla? Imposible desde ese enfoque. Sin embargo, lo sagrado hoy forma parte esencial de la celebración de la fiesta. Como cantaba Whoopi Goldberg en Sister Act, el I will follow Him capillita solo se entiende a través de las palabras de @perradesatan: «Algo que compensa tanto que no te importa comer mal o aguantarte el pis». Así es la Semana Santa, una experiencia tan íntima como personal y sacrificada.

La via pulchritudinis

A pesar de su dimensión social, nadie se apunta a una hermandad para hacer amigos. Para conocer gente ya está Tinder. O Grindr, según el caso. Que se lo pregunten al ‘lobby’ de «¡Dolores, guapa!» (disponible en Prime Video). De una forma tan evidente que no hace falta ni comentarlo, todo el mundo asume que la materia prima de las cofradías y de la Semana Santa es lo sagrado, lo religioso, que no siempre coincidirá con lo católico. Trayendo al caso las palabras del sociólogo José Luis Aranguren, las cofradías «procuran [una] libre efusión de la religiosidad en el seno de una estructura completamente abierta, de modo que cupieran en ella la crítica y la contestación y que se admitiese y reconociese la existencia de un continuum, que fuera desde la pertenencia total hasta una participación eventual, sin pertenencia, pasando por un pluralismo extremadamente flexible».

Como bien sabían los curas, Dios aparece a través de la belleza. La conocida como la via pulchritudinis se antoja, sin muchas dudas, el camino más corto para evocar lo sagrado ante los ojos de los profanos. La Contrarreforma estuvo marcada por esta estrategia: frente al vaciamiento de las iglesias y la austeridad protestante, la exuberancia católica regaló al mundo luz para los ojos y música para los oídos. A largo plazo, Weber tenía razón: el modo de vida protestante estaba en el origen del capitalismo que, según Simmel, promueve un individualismo voraz que nos aísla de los otros. Frente a esto, el catolicismo tradicional fomentaba las prácticas de religiosidad comunitaria, las celebraciones en las calles y la simbiosis de lo religioso y lo profano. Si la secularización aterrizó en Europa fue, tristemente, porque la cotidianeidad de lo sagrado estaba reducida a la lectura de los pasajes evangélicos al calor de la chimenea. Algo tan austero como aburrido al lado del jolgorio y la alegría que da encontrarse con un paso de frente. Hay tanto Dios en Pasan los Campanilleros como en la epístola de San Pablo a los Corintios. Para que ahora vengan los neorrancios a renegar de las cofradías, como ya hicieron en la (no) Semana Santa de la pandemia: Simini Sinti sí hii, li qui ni hii sin pisis.

El caso es que el control de lo sagrado a través de la belleza tiene a las cofradías entretenidas en una singular carrera de obstáculos por ver quién consigue el misterio más logrado, la dolorosa más sagrada, el manto más laborioso o la plata más repujada. En los últimos tiempos, la escenificación de las procesiones ha acaparado un interés inusitado. Poner la cofradía en la calle no basta para proclamar la sacralidad del acto. Es necesario alcanzar un estándar de belleza mínimo en la conjugación de las vestimentas de las imágenes, la música, el diseño de las andas procesionales y, si se apura, hasta el recorrido. No es lo mismo la avenida de la Palmera que Cabellerizas. Lo sagrado se expresa a través de combinación perfecta del bordado, la orfebrería, el arte de vestir a la Virgen, la música, las insignias, el andar de los pasos y la selección de momento álgidos que son como pequeñas recreaciones del Monte Tabor. Allí donde todo se alinea se produce una transfiguración a la que muchos son llamados aunque pocos sean los elegidos.

Epílogo

Como siempre, en el pecado va incluida la penitencia. Así como Narciso cayó al agua enamorado de su propio reflejo, la Semana Santa también puede convertirse en una pasarela donde las Vírgenes sean calificadas a lo Rupaul’s Drag Race, perversiones que siempre pueden ser divertidas si se miran con ojos de niño o blasfemas si se abordan desde la mirada de los Abogados Cristianos. Anécdotas y entretenimientos aparte, el onanismo esteticista de la Semana Santa va implícito en su auge y en ese competir que se traen las cofradías por ver cuál de todas es la más sagrada, la que tiene mayor capacidad de recrear la escena más divina. Algunas veces olvidan que el Dios más verdadero está domiciliado en la estampa ajada que se guarda dentro de la cartera. Y contra eso no hay nada que compita.