Opinión | OBITUARIO

Dulce firmeza

María de los Ängeles Infante haciendo una ofrenda floral al monumento a Blan Infante en Sevilla.

María de los Ängeles Infante haciendo una ofrenda floral al monumento a Blan Infante en Sevilla. / José Manuel Vidal. / EFE

Hubo un tiempo que hablaba más con Mary Ángeles que con mi madre- se lo decía a las dos y ambas lo celebraban- las dos andalucistas, las dos mujeres dulces con una voluntad de hierro. Doy fe. A la hija de Blas Infante la conocí en los setenta, abriendo la bandera blanca y verde que bordó su madre para que volviera al lugar donde había nacido: la Andalucía de hombres y mujeres libros que soñó su padre. En la lucha por la conquista de la autonomía andaluza su presencia fue constante, firme, ilusionada.

De la mano del recién elegido presidente de la Junta preautonómica, Rafael Escuredo (su cómplice, su amigo) recorrió cada lugar de Andalucía, nunca faltó a una cita, nunca estuvo cansada, demasiado ocupada o, incluso, molesta. Blas Infante merecía estar en el corazón de todos aquellos por los que el notario de Coria, el niño de Casares, el ateneísta enamorado de su tierra había dado literalmente su vida. Aunque se le humedecían los ojos cada vez que recordaba aquel día en que camisas azules se los llevaron a punta de pistola de su casa, no había rencor en su memoria sino anhelo de justicia.

Mataron al hombre pero no a la idea. Mataron al hombre pero no a los sueños. Mataron al hombre pero su dignidad son ya himno, bandera, escudo. De todos. Nadie mejor que ella lo supo, nadie más generosa y a la vez más inflexible. Quienes la tratamos sabemos que defender a su padre fue siempre defender una Andalucía donde cupieran todos. Todos menos el odio, los privilegios, la injusticia. Con cómplices leales hasta que la salud se lo permitió, María de los Ángeles ha estado presente en cada uno de los pasos de la construcción de una Andalucía con voz e instituciones propias. Desde solemnes momentos históricos como el nombramiento de su padre como Padre de la Patria en 1983 , a cada uno de los hitos de nuestra historia reciente.

Pero también estaba en actos más humildes y para ella grandes: en inauguraciones de colegios y plazas con el nombre de su padre, en jornadas, en fiestas o en debates. Nunca dijo que no. Aunque nunca, tampoco dejó de vigilar que ese legado perteneciera a sus legítimos herederos, los andaluces a los que durante tantos años se les había negado la voz. Siempre impecable pero siempre implacable. Dulce firmeza. Exquisita obstinación. Cuando la Casa de la Alegría- de Coria y de Puebla- donde habían vivido tantos años, manteniendo el sueño de su padre, se convirtió en patrimonio de los andaluces, colaboró con todos y cada uno que la hicieron posible. Celebró la recuperación del Centro de Estudios Andaluces, la inauguración del Museo de la autonomía, las puertas abiertas de una casa que es reivindicación y es orgullo y es presente y futuro.

El pasado hecho vida. Su padre vivo en sus ideas. La memoria como capital y como lección. Quería ser parte de la Andalucía de Blas Infante como heredera de un compromiso al que jamás faltó. No quería a su padre en una vitrina ni en una página cerrada de la Historia. Trabajó sin desmayo y también sin morderse la lengua. Tenía un sexto sentido, sin sectarismos ni prejuicios, para saber cuándo se hablaba de Andalucía en vano o con el corazón de la verdad. Le gustaban los jóvenes y se emocionaba al verlos enarbolar la bandera que su madre escondió los años negros de la dictadura. Apoyaba a cada investigador, cada activista, cada andalucista que quisiera saber más de su padre. Fue generosa y al mismo tiempo se sentía agradecida porque pudo vivir- con toda la gran familia infantiana- que su padre habitó en el futuro que ahora vivimos. Y que está en nuestras manos hacer crecer o menguar. Echaré de menos sus regañinas. Echaremos de menos a quienes como ella saben hacer comunidad. Saben hacer Andalucía y España de hombres y mujeres libres. Saben ser Humanidad.