Opinión

Ezequiel García

Cataluña, independentista y charnega

Pancartas colocadas en muchos ayuntamientos criticando el atraso secular de Andalucía durante los años 80. / Foto: I. Moreno.

Pancartas colocadas en muchos ayuntamientos criticando el atraso secular de Andalucía durante los años 80. / Foto: I. Moreno. / Ezequiel García

Hacía frío. La cuesta de aquel enero fue más empinada que nunca. La noche anterior, se encontraba nervioso, pues era la primera vez que iba a coger un tren, con billete de ida, pero sin uno de vuelta. Las penurias de la posguerra lo llevaron a buscar una salida y ponerse manos a la obra, sin apenas leer y escribir, pero con dos manos y una espalda a prueba de bombas. Nadie en el pueblo preparaba las tierras de labor mejor que él. Sus manos eran dos callos andantes que mimaban el suelo del que nacían las mejores cosechas de la comarca. Sin embargo, la situación era insostenible. Para colmo de males, la fábrica había cerrado y se había trasladado a Barcelona, que comenzaba a despegar y donde ya habían llegado varios de sus amigos de la infancia, instalándose en pisos pequeños pero con todas las facilidades. Ellos acabaron convenciéndolo de que era el mejor lugar para comenzar una nueva vida.

Tomó el tren junto a su Joaquina dejando toda su vida atrás y, tras casi un día en sus vagones compartiendo anécdotas con otros tantos de los pueblos de alrededor, llegaron a la que fue la ciudad de moda, la capital del trabajo, la modernidad per se. Allí comenzaron a trabajar en una fábrica siderúrgica. Él se dedicaba a controlar la maquinaria, apretando tornillos, engrasando motores y arreglando fallos. Ella, llevaba al dedillo la contabilidad de la empresa, ya que cuadraba los números mejor que nadie. Aquella fábrica, décadas atrás, había estado bañada por las aguas del Atlántico en nuestra Andalucía, pero Franco quiso detener a los nacionalistas trasladándola a la Cataluña que empezaba a hablar en andaluz en bares y plazas, como otras tantas.

Manuel y Joaquina comenzaron a prosperar y tuvieron a sus hijos en tierras catalanas. Visitaban a su gente cuando llegaban las Navidades, con su paga extra que les permitía comprar regalos para sus sobrinos y sus padres, ya mayores, a quienes se les llenaba la boca de palabras de orgullo al ver cómo prosperaban, aunque estuvieran a mil kilómetros. Se compraron su primer 600, salido de la fábrica de SEAT, donde su hijo mayor empezó a trabajar bien pronto. Sin embargo, para aquellos que tenían ocho apellidos catalanes, tanto él como su esposa seguían siendo los charnegos que vivían en los extrarradios, esos pobres andaluces que trabajan donde ellos no querían. Charnegos, pero contribuyendo al desarrollo de la que fue la región más próspera de España.

Llegaron los años 70 y el final de la dictadura y Cataluña fue más hervidero que nunca. Las ansias nacionalistas se dispararon, llegó la autonomía y con la autonomía y la democracia, los nietos de Manuel y Joaquina comenzaron la escuela. Una escuela en la que se hablaba catalán y se enaltecía todo lo relacionado con la señera. Niños criados en un sistema educativo de espaldas a España, donde lo importante era -y es- repetir hasta la saciedad que los españoles habían impedido en 1714 que Cataluña fuera un país independiente. «Espanya ens roba«, les repetían un día tras otros muchos profesores adoctrinadores bajo el silencio de la Generalitat, influenciados por el nacionalismo persistente de TV3, la nostra, la seva.

En las sobremesas, Manuel y Joaquina, ya jubilados y buscando cómo volver a Andalucía, escuchaban a sus nietos hablando en catalán y, sobre todo, cómo renegaban, en parte, de la Andalucía que corría por sus venas. Uno de ellos se afilió a Esquerra Republicana cuando entró en la universidad, donde participó en las revueltas callejeras que continuamente surgían en cualquier rincón de Cataluña. La otra llegó a ser asistente personal de la antigua Convergencia de Pujol, ahora Junts por la amnistía. Hasta llevó una de las urnas del 1 de octubre perdonado junto a la comisaría de la Policía Nacional de la vía Laietana. No entendían cómo habían llegado a ese punto si en casa jamás se dijo una mala palabra de la tierra que les dio la oportunidad de prosperar. Es más, recibieron, en muchas ocasiones, el insulto de charnego y la risa socarrona en bodas y eventos sociales de esa milonga llamada alta burguesía catalana, aquella que disfrutaba de sus torres en la sierra, entre calçots y butifarras.

Manuel y Joaquina son el reflejo de tantos andaluces que derramaron gotas y gotas de sudor para salir del atraso, a caballo entre las Casas de Andalucía y la añoranza de volver a disfrutar, un día, de aquella Semana Santa junto a su Cristo y a su Virgen. Estampas del pasado con olor a romería, a veranos en familia, a comidas, a miseria. Pero con una sonrisa de oreja a oreja. El Sur con nombre propio.

Hoy, rozando los 90 años, ven cómo sus descendientes han cambiado la blanca y verde, el pedir tierra y libertad por un nacionalismo impuesto, basado en falacias, alejado de lo meramente importante y pisoteando al charnego, al catalán no independentista, al español. Toca luchar por Manuel y Joaquina, que no son más que aquellos familiares nuestros que marcharon para nunca más volver y que ahora sufren en silencio, por miedo, por temor, por vergüenza. Sangre verde y blanca, como la de Gabriel Rufián o la de José Montilla, alejados de sus raíces. ¿A qué esperamos para despertar? ¿Cuántas amnistías e insultos de charnego hacen falta para pedir lo que nos pertenece? Por Manuel, por Joaquina. Por Andalucía.