Opinión

Isidro González

No cierres los ojos

Cristo de la Caridad. Pero tus ojos aún no han llegado a cerrarse. Ni los ojos ni la boca a pesar de la sangre que cerca merodea / Rafael Álvarez

Cristo de la Caridad. Pero tus ojos aún no han llegado a cerrarse. Ni los ojos ni la boca a pesar de la sangre que cerca merodea / Rafael Álvarez / Isidro González

Porque es mucho lo que tenemos contigo, lo que vivimos contigo, lo que soñamos contigo. Lo que has sembrado, lo que has enseñado, lo que has atado. Corazones, miradas, manos. Todo pendiente de Ti, todo enlazado a tu figura, abrazado a tu imagen. Carne rendida, sangre chorreante, pecho hinchado, y los ojos color miel siempre semiabiertos. La muerte la tienes dentro, y a punto está de culminar su triunfo. Pero tus ojos aún no han llegado a cerrarse. Ni los ojos ni la boca a pesar de la sangre que cerca merodea. ¿Por qué? ¿Para no dejar de mirarnos a los que a tu alrededor nos congregamos? ¿Para no dejar de predicarnos en la paz quieta de tu capilla? Hablan bajito esas pupilas, como un susurro de la postrera luz que verán. Brillan palabras claras que cortan como espadas: «Bienaventurados... Amaos...», en espera de la espiración postrera que será aliento para nuestra vida.

Días de cultos en tu honor, semana de ceniza y domingo de tentaciones. Te contemplamos en lo alto de San Andrés, el rito que vuelve –“lo que es nuestro, lo que hemos vivido, la transmisión de la fe y del amor...” en palabras del párroco don Francisco-, la vida suma una cifra más, la hermandad, setenta y cinco años bajo tu bendito nombre, haciendo historia y obra de Sevilla aquel «grupo de mujeres que habían subido con Él a Jerusalén e iban siguiéndole de cerca», que recoge el evangelio. Suena el estribillo de las coplas estas noches en que tiembla la memoria, reuniendo a los vivos y los muertos junto a Ti: “Oh Caridad cómo duele / que el fuego de tu Pasión / en un sepulcro se entierre, / ábrelo con mi oración”. Y después de la honra del templo se abrirán las calles a tu paso en tarde de incienso y lirios.

Antes de que cierres los ojos al compás de la oscurecida del sol -cirios azules te preceden, cruces marcadas SM te siguen- llévate junto al último aire de nuestra tierra tantas cosas que guardamos en el alma. Aquel “Padre Nuestro que estás en los cielos, en ese sagrario, y aquí como dormido en Caridad / santificado y procesionado sea tu nombre... La hermandad nuestra de cada día y del Lunes Santo, dánosla ¡ya! hoy” de la primera meditación de Manolo Toro en el 83. O el de Lutgardo en la suya de 2009: “Padre Nuestro que estás en esta muerte / que todos algún día poblaremos / con la esperanza puesta en que vendrás /a rescatarnos luego con tus dedos...”. O los versos que te dejaron José María Rubio en el 94 “¿Cómo dicen que estás muerto / cuando los muertos no sienten / y cada vez que te llamo / Señor, me contestas siempre”, o Aurelio Verde diez años después: “Creo en tu voz llamando a mi puerta / y creo en tu presencia cuando el pueblo / rebosa de hermandad y Eucaristía / y lucha contra el viento y la marea / y levanta tu Reino aquí y ahora”.

Cuando jadeante el paso rápido enfile Orfila, escucha el eco de la saeta leve de Ortiz Nuevo: “¿Dónde vas Señor del cielo? / ¿Quién te hizo tanto mal? / Sembraste vientos de vida, / sombras de muerte te dan”. Y cómo le responde, camino de vuelta a casa, Ismael por el cante de Alcalá: “Cristo de la Caridad, / te portan dos Varones / que te llevan a enterrar. / Que Tú moriste por los hombres, / y los quisiste perdonar”. Y otra saeta, como un testamente breve, la de Labrador: “Vas esparciendo tu vida / sin que tu cuerpo se parta, / y tu Caridad herida / quiere dejar florecida / la rosa de Santa Marta”.

Cuando parece que todo acaba, casi sin luz que llegue a tus ojos al pasar por la estrechez de Daóiz, con los tres golpes del martillo salta la toná de Rodríguez Buzón: “Pa que al Sepulcro lo lleven, / terminá ya su Pasión / en sudario blanco y leve / envuelven al Redentor / y las piedras se conmueven”. Abrocha tu mirada entreabierta con la última arriá del paso en la calle la letra de Vázquez Perea: “Por Caridad te llamamos / y aquí lo vemos, Señor, / que de la muerte brotó / esa sangre de tu mano / dándole vida a una flor”. Y ya en la plaza rebosante y callada, racheando fuerte los hombres sobre la rampa, el silencio en tensión sólo roto por Villanueva, hasta dejarte en la sepultura del huerto que es la parroquia oscura en un Lunes Santo que soñamos eterno, se oye irremediablemente a Bach en el final de su Pasión según San Mateo: “Llorando nos postramos / ante tu sepulcro para decirte: / descansa, descansa dulcemente... Felices son tus ojos / que se cierran al fin”.

Y veremos nacer la claridad del tercer día por el Angostillo de San Andrés.