Opinión | Desarrollo de la ciudad

Derecho al patrimonio

Plaza de España con coches aparcados en el año 1968

Plaza de España con coches aparcados en el año 1968 / ICAS-SAHP Fototeca Municipal de Sevilla

Hace unas semanas hablábamos sobre algunos de los desafíos actuales que enfrentan las ciudades patrimoniales y que vienen generados por el turismo de masas. En este sentido, veíamos cómo los desplazamientos de la población local impacta negativamente en valores que trascienden lo material, como son la autenticidad y la identidad. Podemos identificar dos tipos de desplazamiento: uno de tipo físico, que ocurre cuando la población local se ve obligada a mudarse a otros barrios debido a procesos de turistificación y gentrificación, y otro que se refiere a la exclusión de la población del acceso a los recursos culturales. En este caso, nos centraremos en el segundo por encontrarse menos presente en los debates sobre esta cuestión.

Si observamos la ciudad histórica desde la perspectiva del tiempo, podemos afirmar que representa un espacio común para la ciudadanía, donde se encuentra el origen histórico de la comunidad que la habita y de las generaciones que han transitado por ella a lo largo de los siglos. En sus calles y plazas encontramos huellas de culturas milenarias y centenarias, pero también de las de nuestros antepasados más recientes. Cada una de estas generaciones de habitantes contribuyó a dar forma tanto a su aspecto físico como a su estilo de vida.

En este marco de circunstancias, ¿cuál es nuestro papel como generación?

Es habitual que tendamos a pensar en la ciudad histórica y sus edificios como creaciones exclusivas de las generaciones pasadas, ajenas a nosotras y nosotros, que han llegado a nuestras manos para que las cuidemos y atesoremos. Esto en parte es cierto, pero no debemos olvidar que cada generación es constructora de esa historia común y, por lo tanto, la actual también lo es. La falta de reconocimiento del papel activo de las generaciones presentes ha llevado a que, en muchas ocasiones, el patrimonio se conserve de manera estática, tendiendo a cristalizarlo y musealizarlo.

El resultado de la aplicación de este enfoque durante décadas ha sido la consolidación de un modelo de dinamización patrimonial basado en mostrar la ciudad y sus recursos culturales de manera también estática. Esto lo convierte en una opción válida para el visitante foráneo, pero no es interesante para el residente local, que una vez que ha visitado un edificio, no siente la necesidad de volver a él, porque no le ofrece nada nuevo. Es decir, las personas que habitan la ciudad quedan excluidas del sistema cultural.

Las últimas declaraciones de Icomos/Unesco defienden que la conservación del patrimonio debe ser activa e involucrar a la ciudadanía como garantía de preservación de su identidad. En ocasiones esto se ha interpretado de un modo erróneo, limitando esa actividad a las visitas y otorgando a la ciudadanía un papel realmente pasivo que se limita, en el mejor de los casos, a recibir los beneficios económicos de las visitas. El resultado más visible de la implantación de este modelo erróneo son las interminables colas de turistas que colapsan las entradas de edificios congelados en el tiempo y alejados de toda cotidianeidad. No hay más que dar un paseo por la puerta del León del Real Alcázar de Sevilla para darnos cuenta. En este escenario, las generaciones actuales carecen oportunidades para participar de ese patrimonio de forma activa, limitándose así sus opciones para continuar construyendo la historia de la ciudad.

Sin embargo, ¿es posible avanzar hacia un modelo de gestión cultural del patrimonio que involucre a la ciudadanía?

La respuesta la obtenemos si echamos la vista atrás y observamos cómo se comportó la población de las ciudades patrimoniales durante los confinamientos perimetrales del COVID-19. Durante estos períodos los habitantes tuvieron la oportunidad de redescubrir sus ciudades y visitar edificios y partes de la ciudad que no conocían o hacía mucho tiempo que no visitaban. Se propusieron nuevas estrategias de turismo de proximidad que, además de ser sostenibles en términos de movilidad, abrían sus puertas y calmaban la sed de cultura de la ciudadanía.

Sin embargo, han pasado unos años y parece que hemos olvidado lo que aprendimos, pues se continúa propiciando un sistema de dinamización enfocado exclusivamente al turismo. Esto es: sistemas de reservas, visitas estáticas, interpretaciones únicas, recorridos marcados, horarios restringidos y poco margen a la improvisación.

Reflexionemos: ¿es este el único enfoque posible? La respuesta a esta pregunta es que existe una amplia gama de posibilidades para adaptar el modelo de visitas culturales y abrir las puertas del patrimonio para el uso y disfrute de la comunidad local. Esto implica deconstruir el modelo existente y reflexionar sobre las necesidades reales de la población. Se precisan estrategias que vayan más allá de ofrecer el acceso gratuito, garantizando la improvisación, la libertad, la diversidad de narrativas, la ruptura de barreras cuando sea posible, y ofreciendo opciones dinámicas que integren los espacios culturales en la vida cotidiana de las ciudadanas y ciudadanos. Estas consideraciones son claves necesarias para convertir los sitios patrimoniales en opciones de ocio local, pues sólo garantizando el derecho al patrimonio de la ciudadanía podremos recuperar su autenticidad. Recordemos: aún estamos a tiempo.