Opinión | Correspondencias

El deseo (Carta II), por Jesús Pascual

Uno de los rótulos de la película muda Currito de la Cruz (Alejandro Pérez Lugín, 1926).

Uno de los rótulos de la película muda Currito de la Cruz (Alejandro Pérez Lugín, 1926).

Mira:

Sevilla es una ciudad entrenadísima en el deseo. Habita cómoda la falta. Me tienta pensar que se concede a sí misma la gracia del desborde tantas veces al año solo para estimular aún más su apetito. Que no te engañen estas palabras rimbombantes; sé que, en realidad, estoy siendo reduccionista. Pero sí, hoy te digo que la ciudad se regodea en la espera. Parece que es la hora, y no es la hora. Mira si no las pizarritas de los bares, que van contando los días que quedan en julio o enero o mayo o noviembre. La ciudad se entretiene. Rellena su cauce el resto del tiempo con la electricidad dócil del acecho, destila sus propios equilibrios.

De pequeño me enfadaba que quien fuera hubiera organizado el mundo restringiendo la felicidad a tres o cuatro momentos del año. La felicidad estaba en las vacaciones del colegio: la Navidad, la Semana Santa y cuando íbamos a la playa. Esos eran los tiempos que se perseguían y entretanto había que esperar. ¿A quién habría que convencer para que todos los días fueran Semana Santa?

Pero también durante la fiesta se espera. Horas y horas, de pie, un cuerpo agotado, sostenido por otros cuerpos agotados, espera una imagen. Una imagen a la que se mira con todo el cuerpo, una imagen de la que se forma parte. Sevilla tiene su propia codificación de la mirada (¡qué sevillano decir cosas así, qué divertido!). Te escribo todo esto en una carta porque yo ahora estoy mirando a la ciudad desde fuera, y también porque la estoy mirando ahora, y no antes (cuando tenía un balcón en Escoberos por donde tendría que pasar la Macarena…).

Vuelvo a la nota del móvil donde apunto ideas para posibles guiones. Esta es de 2021. Escribí sobre dos amantes arrebatados el uno del otro. De nuevo, es mañana de Viernes Santo en Sevilla. Ahora en el balcón de Escoberos está un joven cantaor que ha prometido no volver a cantar. Abajo, el tumulto, que huele a la vez a euforia y derrota, abre el hueco justo para que pasen dos filas deshechas de nazarenos con sus cirios arrugadísimos. Entre el plano corto del cantaor y el general de la calle abarrotada, se cruza insistentemente otro plano, la imagen en negativo de Sevilla por excelencia, la pared lejana que hace esquina con la otra calle desde la que viene la cofradía. Hacia allí se orientan todas las miradas, a la espera de algo que no ha llegado todavía. Todas menos la del cantaor, que barre de un lado a otro el cúmulo de perfiles expectantes buscando a alguien que no encuentra. Esa es su propia imagen en negativo. Y, en cualquier momento, ciriales, revuelo, un varal, otro, otro, la Macarena revira. El cantaor se rinde; gira su cabeza y se conforma con mirar a la Virgen.

Justo debajo del balcón está el otro amante. Pega nariz, oído y manos al portón del edificio. Pero no oye ni huele ni toca lo que quiere. Con educación, le pide a una señora que le ayude a cruzar la calle. La señora se niega, qué disparate, hasta que comprende que es ciego. La multitud colabora. Nadie se pregunta por qué aguantaría un ciego esa paliza si no va a poder ver nada. Ni siquiera se preguntan por qué quiere ponerse en un punto concreto de la calle. Será para que la Virgen lo vea a él mejor, para que se lo encuentre de cara y no pueda apartar la mirada.

La Macarena se va acercando al balcón. Cuando está delante, un golpe de martillo y el paso descansa. Entonces, la petalá cesa y el cantaor puede concentrarse en el perfil de la Virgen. Pero distingue algo detrás. Es su niño ciego, con la cabeza alzada. En mitad del silencio bullicioso de la calle, el del balcón rompe su promesa. Tiene que decirle algo.

Nadie lo sabe, pero esta saeta se la está cantando a él.

Fotograma de Currito de la Cruz (Alejandro Pérez Lugín, 1926)

Fotograma de Currito de la Cruz. / Alejandro Pérez Lugín, 1926