Opinión | Tribuna
La lealtad no caduca
En septiembre de 1980 (con 29 años) conocí a Pepe Borbolla en el restaurante Oriza (pagó la UCD, o sea, yo). Solo recuerdo dos cosas: él eligió un vino estupendo que yo ni conocía y en resumen de la comida me dijo: “Todo es negociable menos la fecha de las elecciones autonómicas”. Después pasó lo que ahora no pasa. Dos adversarios que se reunirán para charlar de lo humano. Firmamos juntos el Estatuto andaluz y echamos horas bajas y altas para ambos.
Pepe (nunca le llamé Pepote, que dejaba para sus correligionarios) se convirtió en amigo y cómplice de cuestiones reservadas que aún mantenemos. Fuimos incluso compañeros en su despacho de abogados hasta que cada uno optó por otros oficios.
Aprecié siempre en él una cierta ingenuidad romana o sinceridad genuina de quien se sabía parte de la taxonomía sevillana heredera de Trajano y no de Almutamid. Un tipo serio. Poco dado a los riesgos inherentes a la cosa política.
Un socialista de esos sin fisuras. Que era socialista porque quería sin revanchas de clase ni historias de penurias pasadas. Pero su doctrina era sólida. Del que ha leído y asimilado las grandes cuestiones que el pensamiento socialista ofrecía a un tipo como él.
La rotación y la traslación de la tierra que lleva sus años, le ha acabado por parecerse más a sus ancestros con avenida en Sevilla que a los desheredados de la tierra.
Hablo con él, con cierta frecuencia y a deshora. Pero me faltaba leerle ese artículo vomitivo que emborrona cientos no de papeles y discursos escritos durante su larga vida intelectual y política que podemos dar ya por finalizada.
El ego trasnochado de quien se niega a aceptar que su tiempo pasó es igual de deletéreo que apuntarse a la lista de sus propios enemigos
Ni yo, que me fui de UCD a cajas destempladas, habría sido capaz de decir de mis compañeros (algunos de ellos me daban sarpullidos al tratarles) lo que él ha dicho de los suyos y de su partido. Admito que pueda pensarlo, yo pienso cosas similares de alguno que transita por la cancha, el reñidero en que se ha convertido la política. Pero ponerse a escribir tras una reflexión y control sintáctico en los términos que lo hace, nos lleva a los amigos a pensar dos cosas igual de malas, o es un desleal o le fallan los frenos del cerebelo.
El ego trasnochado de quien se niega a aceptar que su tiempo pasó es igual de deletéreo que apuntarse a la lista de sus propios enemigos.
Pepe ha emborronado sin remedio una noble biografía que hará feliz (en unos breves instantes) a los adversarios de aquellos a los que insulta que son, precisamente, los que le han acompañado y admirado durante décadas y que, supongo, transitarán entre el asombro y la melancolía, la pena por ver a su líder meterse en la piscina de fango a dar un espectáculo de lucha libre sin nadie que le tumbe en el suelo.
A estas edades yo he dejado de librar batallas imposibles contra gigantes o molinos, pero Pepe me despierta de este letargo de los recuerdos de la bonhomía y siento una lástima y una vergüenza ajena que voy a tratar de olvidar antes de que a él o a mí nos toque poner una vela en nuestra sepultura, la suya o la mía.
Sic transit gloria Mundi, Pepe
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